Las locuras que más se lamentan en la vida de un hombre son las que no se cometieron cuando se tuvo la oportunidad.
Helen Rowland.
Con el monóculo puesto, Emma comenzó a fantasear sobre al menos diez formas distintas de hacer añicos ese molesto artilugio. Lo tenía atado a una cadena doble de oro que se cruzaba hasta su cuello y la miraba con gesto airado de arriba a abajo a través de él. Era su mirada azul lo que la hacía sentir vulnerable, su altura, su pelo platinado, su todo él. Jamás se había sentido así en presencia de un hombre, pero él conseguía hacerla flaquear. Era autoritario hasta decir basta.
Estaban en el despacho. Era la segunda vez que Emma entraba allí, y no distaba nada de la primera. La misma oscuridad, las mismas cortinas negras cubriendo los ventanales, el mismo retrato de Tara mirándolos fijamente, y el mismo gesto gélido del Gobernador Canning.
Sobre la mesa no había ninguna caja de puros ni rastro de cigarrillos. La licorera estaba cerrada y llena, a la espera de algún posible invitado, pero nada más. Nathaniel Canning parecía no tener defectos.
«Ningún Canning tiene defectos».
—Señorita Rothinger, necesito que me brinde una explicación franca y sin evasivas sobre lo acontecido esta mañana durante la hora del desayuno —habló él después de un largo silencio, provocando en Emma un pequeño sobresalto—. Debo advertirle de que dicha explicación será determinante para decidir si continúa su estancia en esta casa por un día más.
—Sí, General. Quiero decir: sí, Gobernador.
Nathaniel enarcó una ceja rubia y apretó su mandíbula.
—¿Acaso considera posible, por mera casualidad, que mis hijos hayan protagonizado una escena ridícula durante el desayuno el día de hoy, para luego aventurarse al estanque y cubrirse hasta las rodillas de barro mientras usted impartía una breve charla sobre los renacuajos?
Emma entendió que la opción más simple habría sido asentir con él, luego disculparse y prometer que nada similar volvería a suceder. Sin embargo, él había solicitado sinceridad, y ella, a pesar de su deseo ferviente de permanecer allí, no podía seguir alimentando lo que consideraba una crueldad hacia esos pobres niños huérfanos de madre. Si defenderlos significaba hablar con franqueza y enfrentarse de nuevo a la posibilidad de ser despedida esa misma noche, lo haría sin titubear. No temía la intemperie; de niña, antes de ser acogida por los Condes de Norfolk y adoptada por el ama de llaves de estos, Bethany, había pasado muchas noches al aire libre junto a su hermano Jeremy. Aunque su apariencia exterior reflejara la de una dama, Emma era consciente de su origen humilde y de su capacidad para sobrevivir ante cualquier adversidad.
—El concepto del ridículo, mi estimado señor, es sumamente subjetivo. Lo que para usted pueda haber parecido tal cosa, para mí ha representado una magnífica oportunidad de conocer más a fondo a mis alumnos. Ha sido la ocasión perfecta para descubrir que detrás de la aparente seriedad y rigidez del joven Oliver, aún pervive un niño con sueños e ingenio. Igualmente, he tenido el placer de constatar que las jóvenes damas poseen la admirable habilidad de adaptarse a cualquier circunstancia, por adversa que parezca. Y, sobre todo, me complace informarle, Su Nobilísima, que este episodio me ha permitido descubrir que el señorito Arthur sí posee la capacidad de expresarse verbalmente, cosa que hasta ahora todos poníamos en duda.
—¿Acaso creía que mi hijo era mudo? Por favor —se estiró Nathaniel, delante de ella, pues no se había sentado en la mesa del despacho—. Ningún Canning tiene defectos.
Emma rodó los ojos, sin importarle lo que él pudiera pensar sobre ese gesto; empezaba a estar harta de esa frase.
—Este acontecimiento, señor —lo ignoró—. No solo me ha brindado una valiosa información acerca de las aptitudes de los niños, sino que también ha sido una oportunidad para impartirles algunas lecciones sobre ciencia, en las cuales debo reconocer que el señor Herming ha sido de gran ayuda.
—Oh, el señor Herming, por supuesto —Sonrió de golpe el Gobernador, pero Emma supo que no era una sonrisa, sino más bien una mueca de profunda ira mal contenida—. No quiero sonar descortés, señorita Rothinger, pero en esta casa no se toleran las relaciones de ningún tipo entre los empleados.
—Mi señor, apenas he transcurrido tres días en esta residencia. Como podrá imaginar, el tipo de relación que haya podido entablar con el señor Herming durante este breve lapso es prácticamente inexistente. Sin embargo, si sugiere que no se permite forjar una amistad, debo expresar que me parece poco más que un sin sentido.
—Mis empleados trabajan, no forjan amistades —recalcó el Gobernador, ajustándose el monóculo contra el ojo, como si no se creyera que ella estuviera llevándole la contraria.
De hecho, Emma tampoco podía creerlo. Por supuesto que había tenido desacuerdos con sus anteriores señores, pero nunca se había enfrascado en una discusión tan intensa como aquella. Se dio cuenta de que su respiración estaba agitada, de que apenas podía respirar. Quizás fuera porque jamás había presenciado semejante injusticia hacia unas criaturas inocentes.
No era justo que esos niños vivieran en un luto permanente. Entendía y valoraba el respeto que el Gobernador quería inculcarles hacia la memoria de su madre, pero no hasta el punto de anularlos, de no dejarles ni siquiera sonreír y de impedir su desarrollo.
Como si el solo hecho de curvar los labios hacia arriba fuera una traición hacia un fantasma.
El bochorno sofocante de Calcuta, sumado a la angustia que la atormentaba por dentro debido al asunto de Sylvie y la disputa con el Gobernador, le provocó un repentino sofoco que la dejó mareada. No fue su intención perder el equilibrio de sus pies, pero se tambaleó.
Nathaniel observó cómo la señorita Rothinger adquiría un tono rojizo que se extendía desde la raíz del cabello hasta el cuello, para luego notar el brillo del sudor en su frente. Lo último que necesitaba era que esa mujer enfermara en su propiedad. La vio tambalearse y entonces se horrorizó, obligado a tomarla por los hombros.
Una situación espantosa.
Al cogerla, percibió que ella olía a flores. A flores silvestres, a campo, a hierba recién cortada. La notó tierna, sus brazos eran carnosos, no como los de Tara, que habían sido delgados y rígidos.
No tenía sentido compararlas, pero lo hizo sin querer. Pues no había tocado a ninguna mujer desde su esposa. Y no era que no hubiera conocido a mujeres hermosas durante esos tres años, o que ninguna dama no se le hubiera insinuado. Simplemente, él no había sentido interés por ellas. Tampoco sentía interés por la señorita Rothinger, eso sería inadmisible.
Ella era su empleada, la institutriz de sus hijos, estaba bajo su protección. Y el recuerdo de Tara seguía fresco en su memoria.
Emma percibió el roce de las manos frías y toscas de Su Nobilísima sobre sus brazos. Aún llevaba puestos los botines empapados de barro y parte de los dobladillos de su falda estaban húmedos, pues apenas liberaron al sapo, habían regresado apresuradamente a la residencia y el Gobernador la había conducido directamente a su despacho.
Se sintió absolutamente fuera de lugar, desfavorecida, como si de repente ella fuera la mujer menos agraciada del mundo y el Gobernador el hombre más deseable que jamás hubiera existido. A pesar de estar firmemente sujeta por él, se sintió insegura, estúpidamente torpe. Todo el brío del que había presumido durante su vida, toda su valentía, absolutamente todo aquello que la había mantenido con vida hasta ese momento, se congeló. Hasta su corazón cálido y rebosante de fuerza se quedó paralizado.
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El diario de una institutriz
Historical FictionLa felicidad del Gobernador Canning se basa en su carrera política. No es feliz. Desde la muerte de su esposa, no ha manifestado ningún interés en relaciones sentimentales ni en ninguna otra mujer. Sus cuatro hijos ocupan un lugar prioritario en su...