Capítulo 10- Guerra de corazones

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Rendirse ante la adversidad es mostrarse de su parte.

Diego de Saavedra 

A lo largo de los días siguientes, Emma se dio cuenta de que, a pesar de los  esfuerzos del Gobernador Canning por proyectar una imagen de impecable perfección, en aquella casa la cortesía y los buenos modales brillaban por su ausencia.

La trasladaron a una habitación remota, lejos de los niños y del resto de la propiedad. Al principio pensó que era para evitar el contagio del parásito, pero con el paso de los días comprendió que, por alguna razón insondable, no deseaban tenerla cerca. Su único contacto con la humanidad era la señora Manderley. 

El ama de llaves, con su presencia constante pero reservada, la visitaba un par de veces al día, trayéndole comida y asistiéndola con las cuestiones de higiene.

A su soledad se le sumaban unas horribles pesadillas en las que evocaba con frecuencia a Sylvie. Su prometido, con quien había soñado formar una familia, aparecía en sus sueños revelando su verdadera naturaleza, la que había mostrado en el último momento: la de un monstruo que había intentado ultrajarla, arrebatarle la virginidad antes del matrimonio.

 Pero esas no eran las únicas pesadillas que la desvelaban. En altas horas de la noche, se despertaba sobresaltada por terribles ruidos que parecían perseguirla. Incluso, en una ocasión, le pareció ver la sombra de una mujer de cabello negro en su habitación, aunque sabía que no eran más que malos sueños.

A pesar de sus esfuerzos para evitar una explosión de carácter, descubrió que ya no podía soportar el encierro en aquella habitación durante más tiempo. Las paredes floreadas parecían consumirla a cada segundo que pasaba, y la vista desde su pequeña ventana que daba al patio trasero, siempre desierto, era insuficiente. Aunque hubiera habido alguien allí, tampoco habría podido comunicarse, pues su habitación estaba en la parte más alta de la casa; la habían relegado al último piso. 

Decidió vestirse con la determinación que la caracterizaba. Apenas un leve mareo la asediaba y no podía permitirse permanecer en la cama. Ansiaba con fervor retomar su rutina cotidiana, reincorporarse a sus quehaceres habituales. Se decantó por uno de sus trajes oscuros más distinguidos, realzando su elegancia con un impecable cuello blanco. Sin embargo, su resuelta determinación de abandonar la estancia se vio abruptamente obstaculizada al encontrar la puerta cerrada. ¡Qué absurdo! ¿Cómo podían confinarla allí arriba? ¿Acaso se había convertido en una prisionera? 

La inquietud la invadió. ¿Y si surgía un incendio o requería de asistencia urgente? Cuando aceptó trasladarse allí, ascendiendo cada escalón con confianza, nunca anticipó las repercusiones que ahora enfrentaba. Había depositado su confianza en el honorable Gobernador Canning, en su reputación intachable, pero por el momento, parecía que sus suposiciones acerca de él eran completamente erróneas. 

¿Qué caballero, en su sano juicio, encerraría a una dama de esa manera? ¡Durante cinco días!

No aguardaría a que la señora Manderley acudiera a su rescate. Sin titubear, comenzó a golpear la puerta con fuerza, lanzando gritos desesperados que resonaban en la habitación. Incluso se aventuró a abrir la ventana, proyectando su voz hacia el patio trasero con la esperanza de que alguien la escuchara.

 Incluso se aventuró a abrir la ventana, proyectando su voz hacia el patio trasero con la esperanza de que alguien la escuchara

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El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora