Capítulo 11- Besos mudos bajo la lluvia

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Hay palabras que suben como el humo, y otras que caen como la lluvia.

Madame de Sevigné.

Lo primero que cruzó por la mente de Emma fue la sospecha de que Sylvie había descubierto su paradero y que, de algún modo, se había puesto en contacto con el Gobernador para perjudicarla con falsedades. Pero luego comprendió que eso era prácticamente imposible. El vicario de Minehead era el único que sabía dónde se encontraba, y él jamás la delataría. El poder del Barón de Munchassen tampoco era suficiente para rastrearla hasta la India.

¡Ah, qué hombre tan odioso! ¿Cómo podía decirle, con esa calma imperturbable, que ella estaba embarazada? ¿Cómo podía insinuar que había entregado su cuerpo a un hombre sin el sagrado vínculo del matrimonio? ¡Ella! Que se encontraba en un país remoto, habiendo huido tras empujar a su prometido escaleras abajo para evitar ser ultrajada antes de la boda.

Sin pensarlo más, liberó un brazo del agarre de Su Nobilísima y le propinó una sonora bofetada que resonó contra las paredes de los edificios hindúes, fundiéndose con el polvo y el calor del entorno. Alzándose como el humo de la revuelta. Hasta los saris y las telas coloridas que colgaban de los balcones parecieron sacudirse ante el estruendo.

Con el eco de su impactante gesto aún reverberando en el aire, Emma se mantuvo firme, sin titubear. ¿Con que eso era lo que había estado sucediendo todos esos días? ¿Por eso la habían encerrado? El silencio tenso se apoderó del callejón, y el Gobernador se llevó una mano enguantada sobre su rostro, por encima de donde Emma lo había abofeteado. 

—¿Ha perdido usted el juicio, Su Nobilísima? —dijo Emma, con evidente enfado; de hecho, su furia era palpable a través de todos los poros de su piel; hasta sus pecas rojas parecían tambalearse con el calor de la ira—. Lamento profundamente si lo he ofendido, pero usted me ha ofendido mucho más con lo que acaba de decirme y con la manera en que me ha tratado. ¡Encerrarme! ¿Cómo puede creer que me presentaría en su casa si estoy esperando un hijo? ¡Un hijo! ¡Dios mío, Su Nobilísima! ¿Acaso carece de vergüenza?

Por supuesto que Emma quería tener hijos. Por eso había decidido aceptar la oferta de matrimonio de su mejor amigo, Sylvie. ¡Pero no de esa manera! Nathaniel Canning había perdido el juicio por completo tras la muerte de su esposa; eso, o era mucho más necio de lo que creía. Tanta política le había consumido la capacidad de pensar con claridad. Apenas daba crédito a lo que acababa de escuchar. ¿Dar a luz? ¿Cómo iba a dar a luz si ni siquiera había compartido el lecho con un hombre? Quizás debería echarse a reír. 

—Usted no tiene término medio, señorita Rothinger —replicó Nathaniel, con la voz que usaba cuando quería rebajarle los humos a alguien—. Una verdadera dama educada no debería comportarse de este modo. Pero claro, usted carece del refinamiento aristocrático al que suelo estar acostumbrado. Por más diccionarios que haya memorizado, su origen es común y corriente, y eso no lo puede remediar. Dejando de lado el diagnóstico del médico, jamás me pareció adecuada para el puesto de institutriz y, después de esto, dudo mucho de que la tolere ni un segundo más en mi presencia. 

Ya estaba dicho. No era del estilo de Nathaniel decir todo lo que pensaba, pero aquella bofetada lo había impulsado a hacerlo. Aunque admiraba la valentía de la señorita Rothinger, pegarle había sido excesivo y una falta de respeto imperdonable.

—Debería abstenerse de impartir lecciones sobre buenos modales cuando, al parecer, usted mismo carece de ellos, mi señor —Nathaniel elevó su mentón, cada vez más ofendido; no estaba acostumbrado a que lo tacharan de maleducado ni a que lo regañaran; la audacia de la institutriz parecía no tener límites—. Sería prudente reflexionar sobre por qué han desfilado nueve institutrices por su casa en lugar de juzgar a una mujer sin conocerla —recordó Emma las amenazas de la señora Manderley—. Siempre me ha quedado muy claro que no aprueba mi forma de ser, desde el primer día, y apenas sin razón alguna, pero nunca imaginé que fuera capaz de mentirme dada su elevada posición social y el perfeccionismo del que presume. Me aseguró que el médico me había diagnosticado un simple parásito intestinal; si me hubiera revelado en ese momento que el doctor había mencionado mi estado de embarazo, las cosas no se habrían complicado de esta manera, muy señor mío, pues le habría sacado de su error de inmediato. 

El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora