Capítulo 12- La voz de la institutriz

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La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo.

  Nelson Mandela.

La señorita Rothinger, completamente empapada por la lluvia, se apresuró a su habitación de prestado, la que había estado ocupando antes de que la encerraran en la tercera planta, para secarse y prepararse para tomar el té con el Gobernador Canning. Cerró la puerta tras de ella y se detuvo un momento, contemplando su reflejo en el espejo. Sus cosas habían sido trasladadas de nuevo allí, alguien las había movido. 

 Su vestido estaba pegado a su figura, y sus rizos, normalmente bien arreglados, caían en desorden alrededor de su rostro. Un completo desastre, tenía un aspecto espantoso y ridículo. ¿Qué habría pensado el Gobernador al verla de esa guisa? No le extrañaba en absoluto que la considerara una mujer sin término medio, vulgar. 

«¿Cómo había podido fantasear con un solo beso del Gobernador Canning?», pensó con severidad, regañándose a sí misma seriamente. No podía permitirse esa clase de pensamientos con su señor, con el padre de los niños a los que estaba instruyendo. ¿Qué le estaba ocurriendo? Ni siquiera con Sylvie, su prometido, le había ocurrido algo similar. Jamás había deseado que su mejor amigo la besara. 

Además, el Gobernador Canning no se fijaría en una mujer como ella. Tal como él mismo le había señalado poco antes, ella carecía del refinamiento aristocrático al que estaba acostumbrado. Pero, ¿y si la señora Manderley tenía razón y Su Nobilísima era un seductor nato? La sola idea la hizo reír sola frente al espejo. Nada le parecía más insólito que imaginarse al Gobernador Canning tramando un plan de seducción en torno a ella. Él, que parecía contenerse hasta la respiración. ¿Por qué le habría dicho todas esas cosas tan feas el ama de llaves? ¿Por qué la habían encerrado? ¿Por su falso embarazo? Necesitaba respuestas. Necesitaba saber por qué el médico había mentido sobre su estado. 

Hasta entonces no había querido sospechar ni pensar mal de nadie, pero empezaba a imaginarse lo peor. Le daba la sensación de que un secreto muy oscuro la estaba persiguiendo en esa casa, y que también atormentaba a todos los residentes en ella. 

Con la esperanza de reencontrarse con el Gobernador en un ambiente más distendido, se despojó de la ropa mojada y buscó una toalla suave para secar su piel y cabello. Frotó vigorosamente hasta que sus mejillas recuperaron su saludable tono rosado y sus rizos volvieron a su forma natural, aunque un poco más sueltos de lo habitual. Con manos firmes, desenredó su cabello y lo recogió en un elegante moño, dejando algunos mechones sueltos para enmarcar su rostro con gracia.

Se había citado con el Gobernador para tomar el té, su primer encuentro fuera del marco profesional, lejos del tétrico despacho con el gran retrato de Tara mirándolos. Él le había dicho que la recibiría en el salón de invitados, así que debía sentirse como una verdadera invitada. Su papel en esa casa todavía tambaleaba, y aquella era una oportunidad invaluable para hablar con más tranquilidad.

Eligió un vestido seco y adecuado para la ocasión, en un suave tono marfil que realzaba la delicadeza de su tez. Se lo colocó con esmero, asegurándose de que cada pliegue y botón estuvieran perfectamente en su lugar. Era un vestido modesto, pero alejado de los atuendos rígidos y formales que había llevado hasta ahora. Quería proyectar una imagen diferente, mostrarle al Gobernador que, detrás de su apariencia de institutriz, también podía presentarse como una dama. Sí, no tenía padres ricos ni nobles. Ni siquiera tenía padres. Pero había sido educada con las mejores institutrices de Inglaterra, los Condes de Norfolk se habían encargado de procurarle una educación exquisita con la que se valía para educar a damas de alta alcurnia. Había sido mantenida y protegida por una de las familias más prestigiosas del Imperio Británico, y eso no podía olvidarlo. 

El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora