Capítulo 17- Oda a la vida y la muerte

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Vale más actuar exponiéndose a arrepentirse de ello, que arrepentirse de no haber hecho nada.

Giovanni Boccaccio.

Emma no dejaba de asombrarse ante el abismo de contrastes entre el interior de la Canning's House y la vibrante ciudad que la rodeaba. La residencia del Gobernador estaba sumida en un luto solemne, típico de Inglaterra, mientras que el exterior rebosaba de vida, de colores, y del exotismo de Calcuta.

Un contraste tan profundo que, aunque ella no era poeta, alguien podría describirlo como una oda a la vida y a la muerte.

El carruaje, adornado con el emblema azul vibrante de los Canning, se desplazaba con gracia por los sinuosos y ajetreados caminos de Calcuta, dirigiéndose hacia la majestuosa propiedad colonial del Duque de Wellington. ¡El día tan esperado había llegado! Por fin, Emma y los niños podían dejar atrás aquella casa de sombras y oscuridad para sumergirse en un evento social animado, lleno de alegría y gente deseosa de disfrutar. 

Después de tres años casi recluidos, los pequeños vivían su primera fiesta, una nueva oportunidad para experimentar la verdadera esencia de la alta sociedad inglesa.

Los niños se lo merecían, sin duda y Emma estaba feliz por ellos. Sentada con porte sereno frente a los tres hijos mayores del Gobernador, mientras que el pequeño Arthur permanecía a su lado, los observó con atención y satisfacción, verificando que todo estuviera en orden. Los últimos días habían sido un torbellino de obligaciones, preparando cada detalle para ese día.

Ya había pasado casi un mes desde su llegada. Los quince días de prueba habían quedado en el olvido, pues el Gobernador estaba tan ocupado que apenas se había acordado de ella. Emma, sin embargo, había dado todo de sí, cumpliendo cada norma y horario impuesto con diligencia, buscando no importunar y ganarse su lugar.

La decisión de cambiar el vestuario de los niños no había sido tomada a la ligera, sabía que se estaba arriesgando a recibir una buena reprimenda. Desde la muerte de Tara, tres años atrás, los señoritos habían estado vistiendo el luto perpetuo, con ropas negras que parecían aumentar la tristeza en sus corazones infantiles. 

Emma sentía la necesidad de un cambio. Con la ayuda del señor  Herming, un hombre de buen corazón y amplias conexiones en la ciudad, había encargado a una modista inglesa nuevos atuendos que irradiaban alegría y esperanza en los pequeños; daba gusto verlos. Y, sobre todo, se integrarían en la fiesta correctamente. Hubiera sido algo vergonzoso presentarlo con esos ropajes oscuros, cuando el luto permitido en cualquier casa de bien ya había terminado. 

Emma no pudo evitar sonreír. La pequeña Amelia, de nueve años, lucía un vestido azul cielo adornado con cintas blancas que realzaban sus rizos negros. Los pequeños, Jennifer y Arthur, de siete y tres años, vestían trajes verdes con encajes de tonos crema que resaltaban el brillo en sus ojos azules traviesos. Incluso el serio Oliver, de once años, sonreía con timidez mientras acariciaba su nueva chaqueta azul marino, aunque la banda negra en su brazo no había desaparecido.

 Al parecer, el pequeño, deseaba llevarla. Según le había contado el profesor Herming, el señorito Oliver llevaba esa muestra de luto voluntariamente: una cinta negra atada a su brazo derecho. Y Emma había decidido respetarlo, a pesar de que, al principio, había creído que eso era idea del Gobernador. Pero no, el mayor de los niños, seguía sufriendo por la muerte de su madre. Y eso le rompía el corazón. 

Tenía que hacer algo para que el señorito Oliver superara el duelo. Pero más tarde.

En ese momento, Emma sintió una oleada de orgullo y ternura. Los días de riguroso luto habían quedado un poco atrás, reemplazados por una renovada felicidad. Era un riesgo; sabía que el Gobernador, rígido y odioso, podría no aprobar su atrevimiento. 

El diario de una institutrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora