En algún rincón de la selva del Chocó, una figura encorvada por el paso de los siglos, reposaba sobre el tocón de un árbol milenario. Solo unos pocos conocían su identidad y le llamaban: la Madre Protectora de la naturaleza.
Su nombre era Olivia Florae.
Su cabeza era protegida por un turbante blanco, mientras que su piel, besada por el sol y curtida con la edad, parecía emitir un resplandor especial en este día. La anciana lucía ropajes que, por sí mismos, hablaban de tradiciones antiguas, culturas más allá de este mundo, y sobre todo, de un respeto profundo por la naturaleza.
Llevaba una túnica de patrones florales que adornaban su vestimenta y que eran un claro homenaje a la selva que le rodeaba, un espejo de la biodiversidad pulsante en el corazón de este gran mundo verde.
Sobre sus hombros, se extendía un manto pesado de un rojo oscuro, tan profundo como la pasión de su propio espíritu. Un manto que ha llegado a ver incontables historias de vidas, como también, innumerables cambios de las estaciones.
En sus manos, que han acuñado la vida y han guiado a las almas, sostiene un ramo de flores frescas, un tributo a la belleza efímera y eterna de la naturaleza. Las flores, amarillas, violetas y blancas, son un caleidoscopio de vibrantes colores que reflejan la diversidad de la vida que Madre Protectora ha jurado salvaguardar.
La selva que se extendía a su alrededor era como un océano de verdor, vibrante y susurrante con la vida secreta de sus especies y habitantes. Los árboles, altos como catedrales naturales, tejían con sus ramas un techo que filtraba los suaves destellos de luz solar, creando un tapiz de sombras danzantes en el suelo musgoso y húmedo de esa mañana tan especial.
Finalmente, el día había llegado. Y en su alma no cabía más emoción y dicha. Hoy nacería un alma nueva.
Detrás de ella, a unos pocos metros, descansaba sobre una hoguera improvisada, un cuenco de cerámica, cuya superficie estaba grabada con iconografía sagrada. Del cuenco se desprendía un brillo mágico que expulsaba una humareda de tonalidad plateada, sutil, pero hipnotizante.
Era la tonalidad de su destello de alma.
Ahora, Madre Protectora solo tenía que ser paciente. Había usado el cuenco para enviar su último mensaje a la futura guardiana que había seleccionado para proteger y custodiar un alma que estaba muy próximo a arribar a la Tierra, o mejor dicho, a la vida.
Esta alma era especial, y aunque, para Madre Protectora, toda alma lleva presente ese rasgo, no se podía negar que al tratarse de la llegada de la segunda alma gemela a la Tierra, se trataba de todo un hito en la historia. Algo que, quizás, moviendo las mejores piezas, podría forjar un futuro prometedor para este mundo... y para otros.
Sus ojos, dos perlas oscuras como la tierra fértil que pisaba, estaban empapados de un conocimiento más allá de la comprensión humana. Mientras escrutaba el infinito del follaje, en ellos se reflejaban siglos de historias y leyendas de las almas de los antepasados.
En esos momentos, cuando sus ojos contemplaban el corazón de la selva con serenidad, no solo veía árboles y animales; sino que también veía conexiones más allá de lo tangible y patrones que eran invisibles a la vista humana, incluso, era capaz de escuchar los latidos de la vida que se desencadenaba en cada rincón del mundo. Una proeza que pocos guardianes llegaban a alcanzar.
Un bastón de madera tallada descansaba junto a ella. Un accesorio que ya era parte de sí, y que había sido testigo de incontables caminatas por la jungla, de noches de luna llena y de tormentas furiosas como ninguna. Su punta desgastada era como una huella en el tiempo, marcando los senderos que Madre Protectora había recorrido a lo largo de su existencia en su papel de Madre Protectora.
Unas redes de lianas colgaban de las ramas y formaban puentes naturales entre los árboles; los helechos gigantes, como abanicos verdes, se abrían paso a través de la maleza. Sus hojas eran como manos extendidas, atrapando la luz y la humedad. En ocasiones, Madre Protectora los acariciaba al pasar, sintiendo la textura rugosa y la frescura de la clorofila. Amaba hacerlo.
De repente, la paz natural de aquel paraje fue interrumpida por un destello de luz que cortó el aire entre medio del follaje. La realidad pareció desdibujarse frente a los ojos de Madre Protectora, y un portal emergió de la nada misma.
Dos figuras aparecieron poco después: Luis Fernando y Mayorie Meléndez, guardianes de almas y discípulos de la venerable Madre Protectora Olivia.
El hombre llevaba el torso descubierto, con un porte atlético y mirada penetrante; su cintura era abrazada por un cinturón de tela de un tono azul profundo, y la misma, sostenía los pliegues de una faja de estilo ceremonial de un turquesa intenso que, fusionando los patrones asimétricos de los grabados dorados que decoraban el atuendo, parecía capturar la esencia del cielo y el sol.
Las muñecas de Luisfer estaban adornadas con brazaletes, también azules, tan oscuro como el manto nocturno que envuelve la selva al caer la noche. Estas bandas de tela, suaves al tacto, pero firmes en su propósito, se entrelazaban alrededor de sus antebrazos, aseguradas por tiras negras que daban como resultado un contraste perfecto.
Sus piernas, por otro lado, estaban cubiertas por pantalones de un tono gris oscuro. El tejido era fino, permitiendo a Luisfer moverse con liviandad. Desde las rodillas hacia los tobillos, unas tiras celestes, amplias y llamativas, se enroscaban alrededor de sus piernas, como olas del mar ascendiendo por la arena, y se fundían con unas sandalias de diseño ancestral, que dejaban sus pies casi desnudos, en contacto directo con la tierra.
Alrededor de su cuello, Luisfer llevaba una correa de cuero oscuro, suave al tacto pero resistente a partes iguales. La correa estaba adornada con pequeñas cuentas de color ámbar por lo largo, y dos medallones antiguos, pero no por ello menos relucientes, colgaban de la correa.
A su lado estaba Mayo, quien se trasladaba con la gracia y la elegancia de una hoja mecida por el viento. Ella tenía el cabello oscuro y lacio, pero lo llevaba atado, para estar acorde a la situación. Su figura era delineada por la radiante túnica que portaba y que hacía juego con la de su pareja. Se trataba de un vestido turquesa estilizado y salpicado con destellos dorados.
La tela se drapeaba en pliegues elegantes, revelando sus brazos esculpidos y sus delgadas piernas. En su espalda, colgaba un carcaj de cuero repleto de flechas, y por último, sosteniendo con firmeza y profesionalidad, llevaba un arco tallado con antigua y sagrada madera ancestral.
Majo se detuvo un momento, levantando la vista hacia el cielo visible a través de las altas copas de los árboles. Cerró los ojos y respiró profundamente, dejando que la esencia de la selva llenara sus pulmones. Llevaba mucho tiempo embutida en las fauces de la ciudad y el aire libre le sentaba de maravilla.
Mientras avanzaban, fueron recibidos con un susurro del viento que arrastró algunas hojas consigo y que se fusionaron con el coro de las aves que circundaban la zona.
Madre Protectora dibujó una sonrisa al percibir que la selva del Chocó estaba regalándole una gustosa bienvenida a los Guardianes de almas.
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DESTELLO DE ALMAS : DOS ALMAS LIBRES LIBRO 2
General FictionRicardo descubre que para salvar la humanidad debe de despertar su destello. Pero para hacerlo tiene que ir a otra dimensión, a otro mundo, a otra realidad donde experimentará eventos que nunca se había imaginado. Pero en el mundo real también pasa...