CAPITULO 9

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El sonido del motor de la lancha era un eco constante en la vasta soledad de la selva.

Guillermo miraba hacia el horizonte mientras el río serpenteaba bajo el manto gris de nubes que empezaban a formar cúmulos oscuros sobre su cabeza. El aire, espeso y cargado de humedad, era como un presagio. Luego de varios meses internado en la selva, ya conocía bien ese tipo de signos. Los vientos habían cambiado y el cielo amenazaba con abrirse y desatar la furia de una gran tormenta.

Intentó mantener la calma, ajustando el timón con manos que habían aprendido demasiado rápido a moverse con precisión a través de su bote. Su piel, ya curtida por el sol y los días interminables en el río, contrastaba con sus ojos, aún jóvenes, pero endurecidos por la pérdida y la soledad.

No podía evitar pensar en cuánto había cambiado en tan poco tiempo. Ya no era aquel niño asustado que se aferraba al bote como su único refugio. Ahora, su refugio era cualquier lugar donde pudiera sobrevivir un día más.

De repente, un rayo rasgó el cielo, seguido por el retumbar de un trueno tan potente que hizo vibrar el aire alrededor. Guillermo sintió el viento arremolinarse con mayor furia. El agua comenzó a agitarse, y el río, que hasta ese momento había sido un aliado, se transformaba en una bestia incontrolable.

—Vamos, aguanta un poco más... —murmuró apretando los dientes mientras la lluvia comenzó a caer en grandes gotas, azotando su rostro.

Pero la naturaleza no era piadosa. La tormenta, una guerrera implacable, se desplomaba sobre él con tal intensidad que era imposible ver más allá de unos metros.

Guillermo tensó el timón, mientas el bote se sacudía violentamente, las olas crecientes golpeaban con fuerza el casco, lanzando la lancha de un lado a otro. El rugido del viento y el agua llenaban sus oídos, pero fue otro sonido el que lo estremeció: el crujido seco, desgarrador, de la madera astillándose.

Antes de poder reaccionar, la lancha se estrelló contra algo sumergido en las aguas turbulentas, una roca que no había visto. El impacto lo lanzó hacia adelante, pero logró mantenerse en pie. El motor emitió un chirrido metálico antes de apagarse por completo. El bote, ahora a la deriva, quedó a merced de una corriente embravecida.

—No... no, no, no—. Su voz se quebraba con la mezcla de miedo y desesperación mientras intentaba reiniciar el motor, pero ya era inútil.

Con la respiración agitada, trató de pensar rápido. La tormenta lo arrastraba, y si no encontraba un lugar seguro pronto, el río lo devoraría. Con un esfuerzo que endureció cada músculo de su pequeño cuerpo, agarró los remos que tenía guardados en el bote y comenzó a remar.

Pero el viento y las olas parecían tener otros planes para él. Cada remada era una batalla perdida contra la fuerza imparable de la naturaleza.

Finalmente, a través del velo de lluvia, vio una pequeña orilla, apenas un parpadeo de tierra firme entre la vegetación densa. Con el corazón latiendo desbocado, remó con todas sus fuerzas hacia ella. Sentía sus brazos arder, el frío calando sus huesos, pero no podía rendirse.

Al llegar, el bote chocó contra la orilla con un golpe seco, quedando parcialmente varado. Guillermo, empapado y exhausto, saltó fuera, hundiendo sus pies en el barro suave. La tormenta aún rugía sobre él, pero al menos había alcanzado tierra. Se dejó caer de rodillas, respirando con dificultad.

No podía quedarse ahí, lo sabía. El río era traicionero, y si el nivel del agua seguía subiendo, la corriente se llevaría el bote.

Y sin su bote, estaba perdido.

Con un esfuerzo casi sobrehumano, comenzó a arrastrar la lancha fuera del agua, adentrándola más en la espesura de la selva, donde las raíces de los árboles la mantendrían segura. Cada paso era una lucha contra el barro que succionaba sus pies, pero Guillermo no se detuvo hasta que el bote quedó lo suficientemente lejos de la orilla.

DESTELLO DE ALMAS  : DOS ALMAS LIBRES       LIBRO 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora