CAPITULO 10

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Con el pasar del tiempo, Guillermo dejó de ser un simple observador en la tribu para convertirse en un miembro más. La vida en la selva, que al principio había sido una lucha constante por sobrevivir, se convirtió en una danza de aprendizaje y adaptación. La comunidad lo acogió, no solo por su habilidad para trabajar duro, sino por su disposición para aprender sus costumbres. Día a día, las enseñanzas que recibía de los ancianos y los jóvenes de la tribu comenzaban a moldear su manera de entender el mundo que lo rodeaba.

Una mañana, mientras el rocío todavía cubría las hojas y las ramas del bosque se mecían suavemente con la brisa, Guillermo acompañó a Eku en una lección de caza. Eku le enseñó cómo fabricar una trampa para pequeños mamíferos que se movían sigilosamente entre la maleza. Era una trampa de lazo, sencilla en apariencia pero precisa en su ejecución. Guillermo observó cómo Eku utilizaba una liana resistente que había recogido del suelo del bosque, amarrándola con destreza alrededor de un palo fino que doblaba en forma de arco. Al final de la liana, Eku ató un nudo que servía como lazo. Este quedaba tensado entre dos estacas colocadas en ángulo, de tal forma que al mínimo toque del animal, el lazo se cerraría rápidamente, atrapando su presa sin lastimarla gravemente.

—Es una caza silenciosa —dijo Eku, mientras clavaba el último palo en el suelo—. No hacemos ruido, no usamos fuerza. Solo el tiempo y la paciencia.

Guillermo asintió, fascinado por la simplicidad de la trampa. Había utilizado armas antes, arcos y flechas, pero ahora entendía el poder del sigilo en una selva donde cada sonido, cada movimiento, significaba algo.

Horas más tarde, cuando regresaron a revisar las trampas, encontraron una pequeña ardilla atrapada en una de ellas. Su cuerpo temblaba de miedo, pero no había señales de dolor. Guillermo se acercó despacio, soltando el lazo con el cuidado de un cazador experimentado. Acarició suavemente la cabeza del animal antes de liberarlo en la maleza, entendiendo la lección que Eku le había dado: la selva era tanto maestra como proveedora, pero solo para aquellos que sabían escucharla.

Otra tarde, mientras recolectaba plantas cerca del campamento, Guillermo fue testigo de la sabiduría ancestral de la tribu en el uso de hierbas medicinales. Amaru, la anciana curandera, le había encargado la tarea de recoger hojas de tutú, una planta de hojas anchas y brillantes, conocida por sus propiedades antiinflamatorias. Mientras Guillermo caminaba entre la densa vegetación, vio a Kalla, una mujer mayor de la tribu, cojeando a causa de una herida infectada en su pierna. Se acercó sin dudar, recordando las enseñanzas de Amaru.

—Es la pierna... —dijo Kalla, con voz apagada.

Guillermo asintió, sacando rápidamente las hojas de tutú que había recolectado y uniendo a ellas algunas flores de marunguy, otra planta que la tribu usaba para las infecciones.

—Esto aliviará la hinchazón —dijo con calma, masticando las hojas para crear una pasta, tal y como Amaru le había enseñado.

Con manos firmes, aplicó la mezcla sobre la herida de Kalla, envolviendo su pierna con una tela de fibras que también había aprendido a confeccionar. En unos días, con el tratamiento adecuado, la herida sanaría, y Guillermo sentía dentro de sí una gratitud hacia la sabiduría de la tribu que le había permitido ayudar a alguien en su dolor.

Pero si hubo una lección que le transformó por completo, fue la construcción de su primera choza.

Cuando la temporada de lluvias llegó, y las tormentas comenzaron a azotar la región, Guillermo se ofreció para ayudar a levantar una nueva cabaña para una familia de la tribu que había perdido la suya en un reciente deslizamiento de tierra.

La construcción de la choza fue una tarea ardua que duró tres días enteros. Desde el amanecer hasta el atardecer, trabajó hombro a hombro con los hombres de la tribu.

DESTELLO DE ALMAS  : DOS ALMAS LIBRES       LIBRO 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora