La conocí un domingo

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—La conocí un domingo
Hablamos de pasear— comenzó a cantar Cristian, al verla entrar por la puerta del salón de clases— Le pregunté su nombre... Y muchas cosas más...

La recién llegada lo miró con cansancio e hizo una mueca de disgusto. Ella se llamaba Celia Melina Whilhelm, pero en el grupo todos la conocían por su primer nombre. Y todo eso, era culpa de ese chico que en ese momento se estaba burlando de ella.

—...El lunes fue un fracaso... No vino, ya lo sé...— siguió cantando, no tenía mala voz, pero esa escena era molesta para ella, aunque nadie parecía enterarse de eso, pues todos reían celebrando la broma —... Porque al otro domingo, de nuevo la encontré...

Celia caminó hacia su pupitre, intentando ignorar todo y a todos en el lugar. Pero, a decir verdad, desde que había comenzado las clases en la Facultad de Bellas artes de La Plata, esa situación la incomodaba y mucho.

Todos sabían su nombre completo y de que familia provenía. Todos preferían eludirla, salvo que fuera para molestarla, como estaba haciendo Cristian en ese momento.

—... Así comienza nuestro amor, en primavera...— insistía ese muchacho de piel morena y cabello oscuro desde su lugar, al final de la fila que daba a la pared de las ventanas—... Cuando las rosas del rosal son como ¡Celia!

Al escuchar la manera en la que Cristian había dicho su nombre, Celia, se sobresaltó. Dicho a gritos, como si le estuviera llamando la atención en algún tipo de consigna militar. En eso consistía la broma, en recordarle la manera en la que su padre se ganaba la vida.

Sabía que podía defenderse. Que estaba en su justo derecho de advertirle que se detuviera o le avisaría a su papá de esas bromas. A fin de cuentas, no era una simple broma de pésimo gusto, sino que, además, era algo que estaba en contra de las normas de ese gobierno. Pero, no lo haría. En cambio, prefirió no decir nada, solo agachar la cabeza y apretar los dientes, sintiendo ganas de llorar.

Bien sabía que podía comentarle a su papá sobre estas cosas habituales en su día a día. Pero no quería hacerlo, porque sabía, también, como actuaría su papá al enterarse y esa reacción era la que quería evitar. No le gustaba y ni le parecía justo para sus compañeros o para ella la forma en la que se manejaban las cosas ahí.

—Ahora solo me pregunto quizás me quiera— insistía sin dejar de mirarla con una media sonrisa taimada que indicaba muy bien cuán a lo grande se la estaba pasando al verla tan incómoda y reducida en su pupitre con la vista clavada al frente —...Y no hago más que repetir tu nombre ¡Celia!

Las risas seguían girando a su alrededor, sintió como las miradas de todos sus compañeros se encontraban puestas en ella. Como la señalaban y se burlaban de su sufrimiento silencioso.

Miró la hora en su reloj de pulsera, eran las seis y media de la mañana. Solo tendría que aguantar media hora más de burlas y risitas solapadas hasta que llegara el profesor de la asignatura de ese día. Solo medía hora más y la cosa habría terminado. Al menos, eso sería por el momento. Al menos, tendría un respiro de tanta crueldad.

—Entramos juntos a la iglesia, por vez primera...— Cristian cantó con burla los últimos versos de esa espantosa canción a la que ella debía su primer nombre, los últimos versos que a ella le parecían los más tortuosos —... Para que Dios desde el altar nos bendijera...

Por el rabillo del ojo, vio como la puerta del salón de clases se abría. Su corazón dio un vuelco, creyendo que ya había llegado el profesor que la vendría a salvar. Pero no, comprobó con gran desilusión que el joven de cabello rubio y aspecto desaliñado no era el profesor. Solo era uno de los estudiantes que solían llegar tarde a la primera hora de la mañana.

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