Tal vez quieras a solas estar

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Se reflejó en mí nuevamente. Me habría encantado poder decirle lo hermosa que lucía con aquel vestido azul cielo y margaritas, pero un objeto inerte como yo no tiene voz.

Desde que tenía diez años, cada vez que terminaba de cenar y hacer ejercicio con su familia, regresaba a mí tan veloz como sus cortas piernas le permitían. Levantaba un poco su camisa, miraba su abdomen y tomaba un metro, una pluma y su cuaderno, midiendo su cintura como si tuviera "unos kilos de más".

Si hubiera sido humano, la habría abrazado y repetido millones de veces lo hermosa que era, que no necesitaba preocuparse por eso. Me angustiaba verla tan pequeña enfocada en detalles insignificantes para su edad, pero ¿quién soy yo para sentir? Las emociones no son parte de mí. Por un tiempo, dejó esa idea y continuó su vida, y yo me alegraba cada vez que la veía feliz, despreocupada por su aspecto... hasta que la pandemia llegó.

Una noche, tras la cena, volvió a su habitación con un delicioso plato preparado por su madre. Miró la comida con desdén, mordió un pequeño trozo, apenas para sentirse llena. El resto lo escondió en una bolsa, planeando deshacerse de él en la escuela, o a veces, lo dejaba para el perro cuando nadie estaba cerca.

Con el tiempo, empecé a notar un cambio físico en ella. No me pareció relevante, para mí seguía siendo igual de bella. Pero no tardaron en llegar los comentarios sobre su peso. Al principio se reía, los ignoraba, pero las bromas constantes como "Te has puesto gorda", "Deberías dejar de comer tanto", "Pareces una ballenita", empezaron a afectarla. Por las noches, volvía a mí, revisaba fotos antiguas y se decía: "Estás tan gorda que la gente te compara con una ballena. No luces bonita, te ves cachetona y gorda, la ropa ya no te queda. Eres despreciable."

Desde entonces, comenzó a obsesionarse. Veía videos de dietas y rutinas para bajar de peso en una semana. Se llenaba de contenido que solo la hacía odiar su cuerpo, ese que había amado de pequeña, ahora lo despreciaba. Cada día, se subía a la bicicleta estática de la casa, hacía treinta minutos de cardio, eliminaba los dulces de su dieta y reducía la comida. Su familia, preocupada por su peso, nunca la llevó al médico; en su lugar, la presionaban para comer menos, recordándole que su peso no era el "adecuado".

Las semanas pasaron. Después de cada clase diaria, volvía a la bicicleta. Hasta que un día, en una reunión familiar, su padre le dijo que fuera a hacer ejercicio. Frustrada, se dirigió a la bicicleta, hizo quince minutos y se detuvo, cansada de no ver resultados después de un mes. Su padre entró a la habitación y ella le dijo:

—Papá, no quiero seguir con esto, estoy cansada.

—Tienes que seguir, es por tu salud —respondió él.

—¡Pero ya no puedo más! ¡Quiero divertirme, salir! ¡No me dejas hacer nada hasta que termine, y estoy harta!

Los gritos se escucharon a través de las paredes. Yo, que permanecía en su cuarto, me sentí culpable. Cada vez que se veía en mí, creía que sus "imperfecciones", como las estrías y sus muslos grandes, eran lo peor. Derrotada, terminó su rutina y se encerró a llorar. Le dolía recordar los comentarios sobre su cuerpo y la falta de apoyo de quienes la rodeaban.

El tiempo pasó, y lo que los demás deseaban se cumplió. Logró bajar de peso y, según todos, estaba "saludable". Empezó a salir de casa y a reunirse con amigos, pero los comentarios no desaparecieron. Lo que alguna vez pensó que quedaría en el ámbito familiar, se extendió a rumores entre conocidos. Aun así, enfrentó esa etapa y se sintió satisfecha con lo que había logrado.

Los años pasaron, y aunque logró lo que parecía imposible para ella en su juventud, el verdadero peso que cargaba no era físico. Su mente se había convertido en una prisión silenciosa. A veces, al salir de la ducha, se quedaba mirándose detenidamente, sin ropa, observando cada pliegue, cada marca que llevaba sobre su piel. A veces sonreía suavemente, como si, por un breve momento, se hubiera reconciliado con la imagen que tanto había temido. "Eres hermosa tal y como eres", susurraba, como si esas palabras pudieran borrar el eco de años de juicios y críticas.

Esos momentos eran breves, frágiles como el reflejo que proyectaba. En otros días, las sombras de su pasado regresaban. Había una cierta rutina que se había arraigado en ella, una danza perpetua entre la aceptación y el rechazo. Con la misma meticulosidad de años atrás, seguía midiéndose, pesándose. "Estás gorda", murmuraba con una voz apagada, la misma voz interna que la había acompañado desde su infancia, siempre tan crítica, siempre tan presente.

Lo que antes había sido una obligación impuesta por otros, una presión externa, ahora era una batalla silenciosa, solo visible para ella misma. El mundo exterior la veía y pensaba que lo había superado, que había salido victoriosa de su lucha. Pero en su interior, la guerra continuaba. Solo comía una vez al día, justificándolo con excusas de no tener hambre. La mitad de esa comida terminaba en su perro, un acto que repetía como cuando todo había comenzado. Lo que para otros era un signo de autocontrol, para ella era una constante lucha contra el odio que sentía hacia su propia imagen.

En esas noches, cuando la casa estaba en silencio y no quedaba nadie que pudiera verla, se encontraba nuevamente en la intimidad de su espacio, enfrentada a su reflejo. No había nada que la distrajera, nada que evitara ese juicio silencioso que ella misma se imponía. En esos instantes, se quedaba inmóvil, como si en esa quietud buscara una respuesta, una señal de que finalmente todo había cambiado.

Pero en lo más profundo, sabía que no era así. Sabía que, por más que se esforzara, siempre encontraría algo que la llevaría de vuelta a ese ciclo de insatisfacción. Había días en los que se despertaba sintiéndose más fuerte, en los que lograba ignorar esa voz que la atormentaba, pero siempre llegaba el momento en que volvía a caer en ese abismo. Y cada vez, ese abismo parecía un poco más profundo, un poco más oscuro.

A veces se quedaba así, durante minutos, horas, preguntándose si alguna vez podría liberarse de esa carga, si podría mirar su reflejo sin ese peso que la oprimía. Otras veces, simplemente se alejaba, evitando enfrentarse a lo que no quería admitir, volviendo a distraerse con las tareas cotidianas, con la rutina que la mantenía ocupada, pero nunca satisfecha.


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⏰ Última actualización: Oct 17 ⏰

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