Capítulo 8

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El eco de sus pasos retumbaba en las paredes, la pequeña estancia estaba casi vacía. Al ver su hogar así, un sentimiento de nostalgia la inundo por completo. A su mente llegaron recuerdos preciados, como una ráfaga de balas, lastimando lo más profundo de su pecho; recordó los cimientos de la casa, el primer stream que hicieron allí, la emoción que le producía cada compra nueva para decorarla... Todas las noches que compartió allí con Rai, porque ese era su escondite, su nido de amor donde se sentía a salvo de todo y de todos.

Suspiro ruidosamente, sin poder creer la situación. Ni en las pesadillas que alguna vez le dejaron sudando frío pudo imaginar algo así; siendo echada de su propia casa, la casa que construyó con su dinero.

¿Este era el precio de la libertad? Porque de ser así, era injusto. Más que nadie estaba consciente de aquello, de lo injusta que era la vida desde que nacemos hasta nuestro último suspiro, de como a lo largo de nuestras vidas a veces nos vemos obligados a renunciar a nuestros anhelos. Pero nadie debería de verse obligado a alejarse de su familia, menos por ser quien es.

Miro el desastre de cajas esparcidas por toda la casa y se sintió derrotada.

—No te ves bien. —Escucho la voz de su chica a sus espaldas, llegando cual ángel a iluminar la estancia y pasear su linda voz por las cuatro paredes, haciendo eco en ella.

—Por ahora nada está bien.

La menor se acercó y la abrazo, aún de espaldas. Se sintió reconfortante; su olor femenino inundando sus fosas nasales, impregnadose en su ropa. Aunque nada de la situación estuviese a su favor; estár con ella era estár en casa.

Pero ese lindo sentimiento se vio ahogado cuando las mangas del suéter de Rai dejaron al descubierto las marcas en sus muñecas. Alondra suspiro fuertemente, forzandose a tragarse cualquier reclamo.

La rizada, aún de espaldas a ella, dejo reposar su cabeza en su hombro, por lo que no la veía. No pudo ver como la mandíbula de la morena se tensaba y, como pocas veces, luchaba por contener sus lágrimas intrusivas.

—¿Ya tienes donde quedarte? —Pregunto la menor, acariciando las manos pequeñas de su amada, sin ser consciente de que dejaba a la vista sus pecados, sus marcas.

—Mi mamá está dispuesta a dejar que vuelva a su casa. —Explico brevemente. Rai apretó su agarre.

—¿Y estarás bien allá?

—Por supuesto... —Le aseguro. —No te preocupes por mi, mi amor. Sabes que siempre resuelvo.

—Lo sé... —No tuvo que mirarla para saber que estaba sonriendo.

Claro que no estaba bien, nada estaba bien.

Nunca había mentido tan descaradamente en su vida. Sabía que si no hubiese estado de espaldas a Rai no habría sido capaz de decir tales cosas, no era capaz de mentirle mirándola a los ojos.

Tuvo que rogarle a su propia madre para que la recibiera en su casa. Y aunque lo consiguió, estaba bajo algunas condiciones que poco y nada le agradaban, pero no tenía a quién recurrir.

Cuando las palabras parecieron sobrar, Rai dejo un sonoro beso en su mejilla y se encamino a la habitación. Ella, por su parte, continuó con las diversas tareas que aún estaban pendientes. Sin embargo, la delicada y escasa paz que se podía conseguir en ese lugar fue interrumpida por sollozos que reconocería en cada una de sus vidas, aunque un concierto estuviese rompiéndole los tímpanos; era Rai.

Entro a su habitación sin anunciarse y pudo sentir como su corazón paro de latir por unos instantes. Su niña yacia tirada en el piso al pie de la cama, cubría su rostro con sus delgadas manos, intentando amortiguar el incontrolable llanto. Estaba rodeada de cajas, llenas y vacías, papeles arrugados y nuevos, pero sobre todas las cosas, parecía ser abrazada por una melancólica que se rehusaba a soltarla, aferrándose a ella, sollozando con vehemencia y amenazando con contagiar a cualquiera que la viese si se atrevía a descubrir su delicado rostro derrotado.

Planta | RailoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora