Agarró su arma con fuerza intentando que no se le escapara un tiro. Tenía que tener los nervios de acero, no podía titubear ni cambiar su expresión. Si no mostraba seguridad, la locura se lo iba a comer.
Un niño salió corriendo de la nada, tenía la misma particularidad que el anterior. Ese cuerpo antropomórfico con rasgos de roedor de pelo gris, no hacía más que revolverle el estómago.
No era capaz de aceptar semejante locura como algo real.
Vestía con ropa campestre, pantalones abombados y una camisa blanca con tirantes que le llegaban hasta los hombros. Usaba los botones bien ajustados y pisaba con zapatos de cuero algo sucios.
Apuntó con su pistola y el chico se detuvo. Se lo escuchó balbucear algo en español. Al parecer, las bestias también hablaban el mismo idioma. Incluso, pudo discernir una tonada argentina en sus palabras.
—No te muevas o te vuelo la cabeza —advirtió Cornelio, su rostro tenía un tic que le hacía temblar los labios.
—Ma-mataste a mi hermana...
—¿Tu hermana? —preguntó, sin dejar de apuntar.
Retrocedió unos pasos y se alejó unos metros del auto.
—Ella quería frenarte... No te iba a lastimar...
—¿Quiénes son? ¿De dónde vienen?
—Déjelo. Si lo quiere lastimar, lo matamos —habló una voz desde las sombras con un tono más maduro.
De la neblina salió otro, uno nuevo que llevaba un bastón largo con tres cristales verdes fosforescentes que colgaban de distintos hilos casi invisibles.
—¿Cuántos son? —consultó el psiquiatra y el chico no respondió a la primera.
A diferencia de los otros dos, este se parecía muchísimo más a un humano. Por alguna razón, no había sucumbido a la transformación en bestia. Llevaba una máscara de conejo de material duro con un pequeño símbolo dibujado en la frente. El mismo figuraba una "G" pintada en negro y la máscara cubría prácticamente todo el rostro. Su vestimenta también era rural, los pantalones de color café y la camisa de algodón con un cuello en v denotaban su pertenencia. Eran chicos que pertenecían al campo, o al menos estaban acostumbrados a deambular por los lugares rurales.
El niño con rostro de bestia avanzó unos pasos y Hoffman no se inmutó. Dejó el dedo en el gatillo y esperó una respuesta. No recibió nada, pero tampoco quería dar un paso en falso.
Se alejó algunos metros más hasta pararse delante del auto y el chiquillo consiguió llegar hasta el rastro de sangre, tumbándose en el ripio para alcanzar el cuerpo de su difunta hermana.
La agarró con fuerza del brazo y tiró hasta arrastrar su cuerpo hacia fuera. En un abrazo conmovedor, comenzó a llorarla a viva voz.
Cornelio dudó de qué sentir al respecto. No sabía qué eran esas criaturas ni qué tan cierto era eso de que si él les hacía algo, lo iban a matar. Aguantó la pistola en alto y esperó, le dio un par de segundos al chico hasta que se calló y, con una expresión desagradable, se puso de pie con el cuerpo tembloroso.
—Mataste... La mataste... Sos un asesino... ¿Por qué la mataste, Hoffman?
Al escuchar esto último, quedó sorprendido y muy asustado. ¿Los conejos sabían su nombre? ¿Quién se los dijo? Fue lo único que pudo preguntarse antes de volver a la tensión del momento.
La bestia sacó una faca que llevaba en la cintura desde adentro del pantalón y en un arrebato de rabia, corrió hasta Hoffman quien no llegó a disparar.
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Salmató: La ciudad de los malditos
HorrorMuchos afirman que Salmató no existe, sin embargo, allí está. Oculta, siniestra, latente. Manifestándose en sueños e invitándote a visitarla. Esta es la historia del Dr. Cornelio Hoffman, un psiquiatra que se animará a cruzar el umbral de las pesadi...