Lautaro tomó el paquete y lo puso en su mochila. Ayudó a Hoffman a levantarse extendiéndole la mano con amabilidad. El hombre aceptó y se tocó la frente. La herida, por extraño que pareciera, había sanado.
—Se recupera muy rápido —comentó Lauti y Hoffman se preocupó.
Pensó otra vez en aquel sueño, en Gris, en la aguja. ¿Se había transformado en un mercenario como ellos? ¿Acaso todos los integrantes del S.A.S. tenía semejantes capacidades?
—Tengo el estómago revuelto —advirtió, mirando las enormes paredes de carne y sintiendo los aplausos provenientes de los megáfonos.
—¡Bravo! ¡Bravísimo! Hoffman, se nota que tu talento es inmenso. Viniste a esta ciudad y destrozaste a una criatura que se llevó tantas vidas como te lo puedas imaginar. ¿Será que te merecés algún premio por eso?
Cornelio observó uno de los altavoces colgados en un viejo palo de luz. Ese tipo parecía estarlos mirando en cada momento. Tenía preparado todo, como si fuera parte de un macabro show televisivo, mezclado con la interacción de radiofónica.
—El único premio que quiero es irme de acá. ¿Me bajás las paredes?
—¡Por supuesto! Pasaste con una nota perfecta. Pero he de advertirte que es solo el principio, nuestros radioescuchas están atentos a cada cosa que haces y las cámaras te siguen a donde quiera que vayas. Iremos a una pausa comercial en este Gran Hermano de la ciudad maldita. ¡No se muevan mientras nuestro protagonista avanza por las calles más terribles!
La emisión se apagó y una música suave y macabra quedó de fondo junto al ruido blanco.
—Mi auto ya no sirve de nada. Vamos a tener que seguir la ruta a pie —advirtió Hoffman, arrojando el cigarrillo al suelo y pisándolo después de una última pitada.
—¿Se encuentra bien? —consultó Lautaro, ofreciéndole una de las botellas de agua que llevaba en su mochila.
—Sí... Gracias, Lauti —aseguró, tomando un trago y notando que, por fortuna, el agua estaba en perfecto estado.
Una vez se acomodaron, el viaje por las calles prosiguió. Caminaron por las primeras cuadras y se encontraron con los edificios residenciales. Lautaro miró el mapa y fue explicando cada tramo, cruce o cosa que tenían que hacer.
—Vamos hasta la plaza, la cruzamos y nos adelantamos hasta la costanera.
—Te sabes el camino de memoria —advirtió Cornelio sin dejar de caminar hacia delante.
Su vista se centró en el deterioro de cada lugar, cómo las tiendas habían sido abandonadas y diferentes criaturas extrañas parecían estar anidando en todos los rincones.
En los ventanales altos de edificios que antes hubieran estado habitados por ciudadanos salmatienses, ahora dormitaban sombras solitarias que parecían mirar con recelo a los caminantes.
En algunos baldíos había extraños perros callejeros que poco tenían de animales convencionales. Sus formas marchitas y ojos blancos con aquellos dientes voraces y su falta de pelo los mostraba como criaturas voraces. Tenían la piel negra y garras tan largas que poco tenían que envidiarle al rey de la selva.
Hoffman iba atento, pero Lautaro advirtió que debía de quedarse tranquilo, la sangre del Sismax que había impregnado su ropa tras el corte, serviría para alejar a las bestias por unos cuantos minutos. Al fin y al cabo, todo ser le temía a ese coloso errante.
Los perros parecían estar devorando a algunos desagraciados que habían terminado en ese lugar. No pensó en las víctimas, no tenía tiempo para amargarse por cosas que él no podía controlar.
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Salmató: La ciudad de los malditos
TerrorMuchos afirman que Salmató no existe, sin embargo, allí está. Oculta, siniestra, latente. Manifestándose en sueños e invitándote a visitarla. Esta es la historia del Dr. Cornelio Hoffman, un psiquiatra que se animará a cruzar el umbral de las pesadi...