No hay funeral sin sonrisa

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Fina no sabía que algo podía doler tanto.

Dolía más que el brazo que se rompió al caer mientras trepaba a un árbol. Dolía más que aquella vez que se había quemado con la puerta del horno al abalanzarse sobre la bandeja de suizos. Había llorado a mares en ambas ocasiones.

Nada duele tanto como perder a tu madre. Sin embargo, sus ojos estaban secos.

Fina no recordaba a su madre sin su persistente tos. Por eso nunca pensó que fuera algo realmente malo, ni que pudiera haber un desenlace fatal. Simplemente su madre tenía debilidad en los pulmones.

Ya no habría más toses. Isidro ya no tendría que preocuparse de que nunca le faltara el jarabe de miel, ni el árnica para las friegas.

Nada duele tanto como estar en el velatorio de tu madre; pero justo en segundo lugar está el ver llorar a tu padre como un niño pequeño.

Su padre, su fiel de la balanza para distinguir lo bueno de lo malo, su roca a la que aferrarse, parecía un caballito de cartón en medio de un baño inundado. Un náufrago que está viendo romper sobre él la última ola, la que lo va a ahogar.

Qué vamos a hacer sin tu madre, le había dicho entre sollozos cuando ella dejó de respirar, y ambos se abrazaron ante el cadáver, aún caliente.

Fina no tenía la menor idea de lo que iban a hacer sin su madre. Al fin y al cabo, era poco más que una niña, le decían. Los niños hacen preguntas, no tienen las respuestas. La única respuesta que se le ocurría es que tenía que salir de la claustrofóbica habitación donde amigos y compañeros de la colonia velaban el cuerpo de su madre.

Necesitaba respirar.

Se escabulló por la puerta de servicio. Fuera ya, se sentó en el poyete, subiendo las rodillas hasta abrazarlas contra su propio cuerpo, intentando agarrarse a algo sólido, cuando todo su mundo se tambaleaba.

Allí la encontró Marta.

-Hola, Fina - la saludó con voz suave. -¿Puedo sentarme contigo?

Fina la miró con sus grandes ojos, las pupilas dilatadas por el declinar de la luz. La señorita De la Reina era la hija del patrón. Todo aquello era suyo. Podía sentarse donde quisiera, obligarlos a mudar el velatorio a otro lugar incluso. Se encogió de hombros y se plegó aún más, cediéndole todo el espacio necesario.

-Lo siento mucho, Fina. Tu madre era una mujer buena. No es justo que se haya ido tan pronto. Nada duele más que perder a una madre, sobre todo a tu edad.

Fina se irguió, picada en su orgullo. Pese a lo que le dijeran, ya no era una niña. Era inteligente y, al menos, su madre había vivido el tiempo suficiente para acompañarla cuando su cuerpo empezó a cambiar, en su primera menstruación. Su mujercita, la llamaba.

-Ya no soy una niña - afirmó, adelantando el mentón.

Marta dulcificó su gesto con un amago de sonrisa que escondió para que la experiencia de sus veintipocos años no pareciera prepotente a la hija de su empleado.

-Por supuesto que no. Eres una valiente. Pero hasta los valientes pueden llorar si su corazón se rompe. Se puede llorar aunque seas mayor, ¿sabes?

Fina le prestó toda su atención a Marta. No era tan frecuente que un adulto quisiera sentarse a hablar con ella. Hablar de verdad. Además, creía entender la intención de la joven De la Reina. Recordaba cuándo y por qué la había visto llorar a ella, casi en silencio, pero de forma incesante.

Fue poco después de su presentación en sociedad. Alguna criada había murmurado por lo bajini contra el despilfarro que suponía tal fiesta, mientras la mayoría de los toledanos malvivían de lo que podían conseguir entre las cartillas de racionamiento y el estraperlo. Sin embargo su madre la había instado a asomarse al pasillo para que admirara a la señorita, su vestido de ensueño, su rostro feliz e ilusionado al salir del brazo de su padre.

Bocaditos de sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora