Si me quisiera, no querría irse #EP 92

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Fina retiró el ramo de rosas blancas, apenas ajadas, del altarcito dedicado a su padre junto a la que había sido su habitación en la casa grande. Vació el agua del jarrón y lo rellenó antes de colocar los liliums frescos que le había traído. No eran sus flores predilectas, mas el sencillo colorido se le hacía el más adecuado para embellecer el lugar sin desentonar con la pena que sentía.

Había pasado una semana y el mundo seguía girando. Cómo se atrevía, cuando su vida, su corazón, se habían detenido al mismo tiempo que el de su padre. Todo el mundo le decía que se animara, que era ley de vida, que tenía que seguir viviendo. ¿Qué sabía esa gente de su dolor?

 Isidro no era su padre, era su todo.

Un todo al que ya una vez creyó perder. Había salvado su vida in extremis gracias al medicamente llegado del extranjero. Ella, en lugar de aprender la lección y agradecer el regalo de disfrutar de su padre un tiempo más, dedicándole todos y cada uno de sus minutos, se había enredado en mil y una historias, en la tienda, en su relación con Marta, en las tensiones del verse descubiertas, en el proyecto de Barcelona, o en la mudanza a la casita.

¿Cómo había sido tan egoísta?

Recordó aquella conversación que tuvo con el doctor Berenguer mientras su padre agonizaba en coma. No le había importado abrirse en canal ante el marido de Marta porque en aquel momento no tenía nada más que perder, con Isidro en los estertores de la muerte y ella decidida a marcharse. Al médico, su rival en ese momento, le había reconocido que se había sentido insegura, atacada, por la decisión de su padre de no aceptar el tratamiento.

-No entendía que no quisiera seguir luchando... pensé que era un cobarde porque no quería luchar para seguir a mi lado. Pensé que eso era una señal de que no me quería, porque si me quisiera, no querría irse...

No cayó en la cuenta entonces de que aquellas palabras no se referían sólo a su padre, sino también a la forma en que Marta se había negado a darle esperanzas de volver juntas, empecinada en mantener su rol de esposa modelo aunque su matrimonio hubiera saltado por los aires al descubrirlas Jaime, empotrándose en la tienda.

¿Cómo iban a amarla, y no apostarlo todo a estar con ella? 

Cuando mantuvo aquella conversación con el doctor acabó reconociendo que su padre sí la quería, pero tenía derecho a elegir su forma de morir. Contra todo pronóstico, Isidro cedió a sus súplicas, aceptó el tratamiento para estar con ella, con su única hija. La misma que, en los últimos días, a pesar de verlo cansado, achacoso, apenas había pasado tiempo con él. En cambio, le había dado faena, encargándole que arreglara el jardín de la casita, una tarea de tal intensidad física que su corazón no lo había resistido.

¿Cómo había podido estar tan ciega, absorbida por su propia felicidad, para no darse cuenta de que su padre se apagaba? No lo había visto, o no lo había querido ver. El amor la había hecho egoísta. No podría perdonárselo jamás.

Escuchó ruido en la cocina y se levantó del altarcito. En el umbral del pasillo apareció don Damián.

-Fina, hija...

-Yo no soy su hija.

Damián detuvo con un ademán de dueño y señor el agrio comentario y el  amago de marcharse de la joven.

-Acompáñame a la cocina - lo obedeció, en un acto reflejo a tantos años de obediencia y respeto reverencial al patrón que le había inculcado su padre. 

Se sentaron en sillas opuestas. El silencio no llegó a hacerse pesado. Bien le decía su padre que el secreto de su amistad con el señor de la casa había estado en prestarle oído a su inacabable verborrea. Damián tenía ganas de hablar.

Bocaditos de sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora