Capítulo 1

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Invasión
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La ciudad yacía bajo un manto de nieve, las calles una vez vibrantes ahora eran siluetas grises y desoladas. El Capitán bajó del tren, su aliento formando nubes en el aire helado. A su alrededor, los edificios mostraban las cicatrices de la guerra, ventanas rotas como miradas vacías. La gente pasaba junto a él, sus rostros marcados por la tristeza, sus ojos reflejando la pérdida y el dolor.

Mientras caminaba, sus botas crujían sobre la nieve endurecida, una figura captó su atención. Una mujer de cabello castaño, vestida con un abrigo de lana blanca y botas a juego, destacaba entre la multitud gris. Llevaba en brazos a una niña pequeña, también de cabello castaño, y a su lado, una niña rubia la sujetaba de la mano. La mujer besó con ternura la frente de la más pequeña, un gesto de amor puro en medio del frío que todo lo consumía.

El Capitán no pudo apartar la vista mientras la mujer subía a un coche negro, escoltada por soldados que parecían protegerla de los ojos curiosos. En ese momento, una ráfaga de viento invernal barrió la plaza, pero el Capitán apenas lo sintió. La visión de la mujer y las niñas había encendido algo en él, un calor desconocido y maravilloso que desafiaba el gélido ambiente.

Era un sentimiento nuevo, una promesa silenciosa de que incluso en los tiempos más oscuros, la belleza y la humanidad podían prevalecer. Con esa imagen grabada en su mente, el Capitán se adentró en la ciudad, llevando consigo la esperanza de que tal vez, algún día, la paz volvería a calentar las calles frías y tristes.

La nieve crujía bajo los pasos del Capitán mientras se acercaba a la casa de campo, una estructura solitaria en las afueras de la ciudad. El frío mordía su piel, pero la promesa de un techo y un refugio lo impulsaba hacia adelante. Cerró los ojos al identificar el cadáver de un hombre en la carretera helada. Después de tanto tiempo, no se había acostumbrado a las desgracias que la guerra dejaba. Decidió parar tras discutirlo consigo. Se acercó al cuerpo. No vestía uniforme de soldado, sino de un civil cualquiera. No le desagradaba el olor por la descomposición ya empezada. Lo que hería su sensibilidad era el odio con el que habían acabado con el desconocido. Pudo haber sido un ciudadano yendo al trabajo, que tuvo la mala fortuna de encontrarse de frente con dos soldados desalmados que golpearon su cabeza hasta no quedar más que sangre. El Capitán había visto muchas crueldades desde que lo obligaron a alistarse en el ejército, pero, cada vez que veía una, la sentía como suya. Como si fuese siempre la primera vez.

“Una sola persona no puede cambiar las cosas”

Su único consuelo, sus palabras. No existía lugar para razonar si estaba en lo correcto o no.

Al llegar, fue recibido por un hombre de pelo marrón oscuro y ojos del mismo tono, vestido con un traje y corbata azul. Su semblante era serio, y sus palabras escasas, pero su formalidad no dejaba lugar a dudas: era un hombre de importancia. El secretario de un Estado que era enemigo al suyo.

El secretario lo condujo al salón, donde el calor de la chimenea luchaba contra el frío que se colaba por las rendijas de las ventanas. Allí, el Capitán vio a Catalina, la mujer que había capturado su atención a su llegada a la ciudad. A su lado, dos niñas, una de cabello marrón y la otra rubia, la miraban con ojos llenos de preguntas.

El secretario y anfitrión, dirigiéndose al Capitán con un tono formal, rompió el silencio:Aunque las circunstancias nos obligan a compartir nuestro hogar, no puedo decir que esté contento con la situación.

Susurros entre rosas: La canción silente del jardín Donde viven las historias. Descúbrelo ahora