Capítulo 3

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El eco del silencio: Entre la lealtad y la esperanza

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Catalina se encontraba en la cocina, el sonido del cuchillo contra la tabla de cortar era el único ruido en la habitación. El Capitán entró silenciosamente, su presencia apenas una sombra en el umbral. Catalina lo sintió, cada fibra de su ser consciente de él, pero continuó con su tarea, su expresión inmutable.

El Capitán se acercó, la distancia entre ellos se reducía con cada paso que daba. Catalina podía sentir el calor de su cuerpo, el cambio en el aire. Su corazón latía con fuerza, una lucha interna se desataba dentro de ella. Por un lado, el deseo de mantener las cosas como siempre, de rechazar cualquier intento de acercamiento; por otro, una nueva perspectiva, una comprensión recién descubierta que le decía que él no era el enemigo que había imaginado.

Ella levantó la vista, sus ojos encontrándose con los de él. Había una pregunta no formulada en su mirada, una invitación a dejar de lado el pasado y las suposiciones. El Capitán, por su parte, veía en ella un reflejo de sí mismo, una compañera de silencios y secretos.

-¿Café? -ofreció él, extendiendo una taza humeante hacia ella.

Catalina tomó la taza, sus dedos rozando los de él. Era un contacto breve, pero cargado de significado. En ese gesto simple, había una oferta de tregua, una posibilidad de entendimiento.

El Capitán sostuvo la mirada de Catalina por un momento más, buscando en sus ojos algún indicio de lo que ella sentía. Pero ésta, con un movimiento casi imperceptible, desvió la vista y se concentró de nuevo en las verduras que cortaba. El Capitán sintió la barrera invisible que ella levantaba, un muro silencioso pero impenetrable.

Con un suspiro apenas audible, se alejó, sus pasos resonando en el suelo de piedra. Se acercó a la ventana, donde una maceta de rosas rojas competía con la luz del sol. Observó cómo los pétalos se abrían hacia el cielo, cada uno una promesa de belleza y misterio.

El Capitán, con una taza de café aún humeante en su mano, se acercó a la ventana donde las rosas rojas florecían con vigor. Su mirada se perdía entre los pétalos mientras Catalina seguía con su labor en la cocina, el sonido del cuchillo marcando un ritmo constante.

-Estas rosas -comenzó él, su voz lo suficientemente alta para que ella pudiera oír-, cada una es un mundo en sí misma. Abren sus pétalos al sol, sin miedo, mostrando su belleza al mundo, pero también protegen sus secretos con espinas afiladas.

Catalina detuvo su tarea por un instante, su atención capturada por las palabras del Capitán. Él continuó, su mirada alternando entre las flores y la figura de ella.

-Es admirable, ¿no crees? -dijo, tocando delicadamente un pétalo-. La forma en que pueden ser tan abiertas y a la vez tan reservadas. Me pregunto si nosotros, los humanos, podríamos aprender algo de ellas.

El Capitán se giró hacia Catalina, sus ojos encontrándose con los de ella. En ese momento, sin decir su nombre, sin hacer una referencia directa, la comparación quedó clara. Catalina, como las rosas, era una mezcla de belleza y misterio, de apertura y reserva. Y él, cautivado por esa dualidad, esperaba pacientemente el momento en que ella decidiera abrirse y compartir los secretos que guardaba.

El Capitán se alejó de la ventana, dejando atrás el aroma de las rosas y el silencio compartido con Catalina. Con un último vistazo que llevaba consigo la promesa de un futuro diálogo, se dirigió hacia la puerta. Sus deberes como militar lo llamaban, y aunque su corazón deseaba quedarse, sabía que debía atender sus responsabilidades.

Susurros entre rosas: La canción silente del jardín Donde viven las historias. Descúbrelo ahora