Capítulo 6

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El Susurro de las Rosas

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La guerra, con su estruendo y furia, parecía detenerse en los límites de la casa de campo donde vivían Catalina y su hermano, el Secretario. A pesar de la proximidad del conflicto, su hogar era un remanso de paz, un rincón de silencio en un mundo que no dejaba de gritar. Catalina, la hermana del Secretario, era la imagen de la serenidad, aunque en su interior, una tormenta de lealtades divididas amenazaba con estallar.

El Capitán, un hombre marcado por las batallas, no dejaba de preguntarse a dónde se retiraba Catalina a las diez todas las noches. No era la curiosidad lo que lo movía, sino una conexión invisible que parecía tirar de él hacia la misteriosa mujer que había elegido el silencio como su única voz.

La noche en cuestión llegó con un cielo estrellado, un manto de oscuridad punteado de luz que parecía observar con expectación. Catalina, con la decisión tomada, dejó la puerta entreabierta exactamente a las diez. Era una invitación, un gesto casi imperceptible, pero para el Capitán, era tan claro como una orden de marcha.

El Capitán se adentró en el jardín, moviéndose con la cautela de quien teme despertar a un sueño. La encontró allí, entre las rosas rojas, la única nota de color en un mundo desvanecido por la guerra. Catalina, con sus manos delicadas, cuidaba cada flor como si fuera un secreto, como si cada pétalo albergara una promesa.

El silencio entre ellos era un lenguaje propio, lleno de significados y emociones no expresadas. El Capitán se sentó a una distancia respetuosa, su mirada fija en la figura de Catalina, que se movía con una gracia que desmentía la tensión de su dilema. Quería advertirle sobre la traición de su hermano, sobre los planes que podrían costarle la vida al Capitán, pero su voto de silencio era una barrera que no podía romper.

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La noche avanzó, y con ella, el momento compartido entre el Capitán y Catalina se convirtió en un recuerdo precioso, un instante de paz en medio de la tormenta. Él, sentado, la observaba con una mezcla de adoración y curiosidad, preguntándose qué misterios se escondían detrás de aquellos ojos oscuros que tanto decían sin pronunciar palabra.

Finalmente, Catalina se acercó al Capitán, sus pasos sobre la hierba eran casi inaudibles. Él contuvo el aliento, sorprendido por su aproximación. En su mirada, él buscaba una señal, una pista, algo que le diera una respuesta a las preguntas que ardían en su mente. Pero no hubo palabras, solo una rosa roja extendida hacia él, un regalo cargado de significados.

El Capitán aceptó la flor, sintiendo en su tacto la complejidad de los sentimientos de Catalina. Comprendió que su silencio era su protesta, su dolor, y su escudo.

Con la rosa en la mano, el Capitán sintió una oleada de emociones que lo sobrepasaban. La delicadeza de Catalina, su fuerza silenciosa, todo ello se condensaba en aquel simple gesto. Quería acercarse, decirle todo lo que su corazón herido por la guerra anhelaba expresar, pero ella ya había vuelto a sus rosas, su atención dedicada a cada una como si fueran las últimas bellezas en la tierra.

El Capitán miró la rosa, su color rojo intenso era como la sangre que había derramado y visto derramar; sin embargo, en ese momento, representaba algo más puro, más prometedor. Miró a Catalina, su figura iluminada por la luz de la luna, y sintió como si los ángeles mismos le hubieran besado el alma. En su silencio, encontró una aceptación, un reconocimiento que no necesitaba palabras.

Ella no lo veía como una amenaza, sino como un hombre, un ser humano con sus propias batallas y cicatrices. Y eso, para el Capitán, valía más que cualquier victoria en el campo de batalla. Guardó la rosa cerca de su corazón, un tesoro que llevaría consigo en los días oscuros que estaban por venir.

Sin decir una palabra, se levantó y se alejó, cada paso un eco de su gratitud y admiración. Sabía que el descanso sería breve, que la guerra lo llamaría de nuevo al amanecer, pero esa noche, gracias a Catalina, se sintió en paz. Se marchó a descansar con la imagen de ella en su mente, una visión que lo acompañaría en sus sueños y en la lucha que le esperaba.

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El Capitán, con pasos lentos y pensativos, se dirigió a su habitación. La quietud de la noche se colaba por la ventana, llevando consigo el frescor del aire nocturno. Se sentó en el borde de su cama, aún sosteniendo la rosa entre sus dedos. La acercó a su nariz y el aroma dulce y terroso lo inundó, transportándolo de vuelta al jardín, a ese instante suspendido en el tiempo junto a Catalina.
Cerró los ojos y permitió que los recuerdos fluyeran. La imagen de Catalina cuidando sus rosas con tal devoción y ternura se superponía con la dureza de su vida como soldado. Era un contraste que lo conmovía profundamente, un recordatorio de la vida que fluía más allá de los campos de batalla.

Con reverencia, abrió su cuaderno de notas, un compañero constante en sus viajes y reflexiones. Deslizó la rosa entre las páginas, eligiendo un lugar donde las palabras escritas hablaban de esperanza y coraje. Era el sitio perfecto para preservar la rosa.
El Capitán, con la rosa cuidadosamente guardada entre las páginas de su cuaderno, se tumbó en su cama, dejando que el cansancio del día se disipara lentamente. La habitación estaba sumida en la penumbra, con solo un rayo de luna filtrándose a través de la ventana, creando un halo de luz sobre su mesa de noche.

En la tranquilidad de su habitación, el Capitán permitió que su mente vagara libremente. La fragancia de la rosa le traía recuerdos de Catalina, de su presencia calmada y su silueta contra el cielo nocturno. Era como si, a través de ese aroma, pudiera sentir la suavidad de su voz y la calidez de su espíritu.

La noche se extendía ante él, tranquila y profunda, pero en lugar de dormir, el Capitán se encontraba contemplando la flor, girándola entre sus dedos, admirando cada detalle. La rosa era un enigma, al igual que Catalina; ambos poseían una belleza que requería ser protegida, una pureza que él había jurado defender.

Finalmente, el sueño comenzó a reclamarlo, pero incluso en ese estado de semi-consciencia, su mente seguía fija en Catalina.
Con esos pensamientos flotando en su mente, el Capitán se sumergió en un sueño inquieto, donde los campos de batalla se mezclaban con jardines de rosas y los sonidos de la guerra se transformaban en susurros de paz. Y en ese mundo de sueños, Catalina estaba siempre allí, una constante, una esperanza, una promesa de lo que podría ser si la guerra alguna vez llegara a su fin.

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CARINA ⚡️

Susurros entre rosas: La canción silente del jardín Donde viven las historias. Descúbrelo ahora