Capítulo 10

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LA PÉRDIDA DE LA ROSA ROJA

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El Capitán despertó con el cuerpo dolorido y la mente nublada. Las vendas que cubrían su torso eran un recordatorio palpable de la noche anterior. Intentó levantarse, pero el dolor lo obligó a desistir. Su primer pensamiento fue por Catalina; su ausencia llenaba la habitación más que el silencio. Miró alrededor y notó que la puerta estaba cerrada con llave. Estaba atrapado y la angustia por no tener noticias de Catalina lo estaban torturando.

No pasó mucho tiempo antes de que el Secretario entrara en la habitación. El Capitán lo miró con cautela, preparándose para cualquier eventualidad.

El Secretario:
Capitán, sé que no puedo retenerte por mucho tiempo. Tus hombres sospecharán y vendrán tanto por ti como por mi familia.

El Capitán, con voz ronca:
¿Y qué esperas de mí ahora?

El Secretario:
Necesito que entiendas... no disfruté lastimar a Catalina. Fue un momento de debilidad, de ira. Pero debes saber que ella significa mucho para ti, y eso te hace vulnerable.

El Capitán:
Catalina es más fuerte de lo que crees. Y yo... no soy tan débil como para ser manipulado por sentimientos.

El Secretario:
Puede que así sea. Pero no puedo ignorar el hecho de que ella te importa. Y eso, Capitán, es una pieza que puedo usar en este juego de ajedrez.

El Capitán, con una mirada penetrante continuó:
No somos piezas, Secretario. Y no permitiré que uses a Catalina como una.

El Secretario, mirando hacia otro lado, con un tono de resignación:
Lo sé. Por eso te dejaré ir. Pero recuerda, la guerra no perdona a los débiles... ni a los enamorados.


Sus ojos se encontraron con los del Capitán, y por un momento, el peso del silencio llenó la habitación.

El Capitán, con voz ronca y débil:
¿Y qué hay de Catalina?

El Secretario,desviando la mirada: He decidido enviar a Catalina lejos por un tiempo. Ella es demasiado buena para estos tiempos crueles. Debe fortalecer su lealtad hacia su familia... hacia mí.

El Capitán sintió un vacío en el pecho, como si una parte vital de él hubiera sido arrancada. La noticia de que Catalina ya no estaría en la casa lo dejó destrozado. No podía creer en las palabras del Secretario. Lo miró a los ojos para comprobar si se trataba de otra mentira, pero la verdad lo azotó sin piedad.

Una vez que el Secretario se retiró, cerrando la puerta tras de sí, el Capitán se permitió un momento de debilidad. Se dejó caer en la cama, su corazón latiendo al ritmo del dolor y la añoranza. Su mente jugaba con él al llevarlo al recuerdo de su amada sin cesar, pero no le importó ya que de esa forma sentía que estaba con ella.

El Capitán:

Mi pobre Catalina...Te han hecho pagar el precio de una traición cuya culpa no es más que de esta absurda guerra.

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Los días se sucedieron, cada uno tan monótono como el anterior. El Capitán retomó su papel de espía en contra de su voluntad, recopilando información para el Secretario, el bando contrario de la guerra. Las dos hijas pequeñas del Secretario, con sus ojos tristes y preguntas sin respuesta, añoraban la presencia de su tía Catalina. El Capitán, en su doble juego, intentaba desesperadamente descubrir su paradero.

El sargento que había dudado de él lo observaba con sospecha, convencido de que el Capitán se había encaprichado con la mujer de la casa donde lo alojaron.

"Se comportaba extraño últimamente por tema de faldas"

Pensó el sargento, sin imaginar la verdadera profundidad de los sentimientos del Capitán.

Finalmente, el joven atormentado se enfrentó al Secretario, la desesperación clara en su voz:
Dime dónde está Catalina: exigió:
Si no, no me importará que me fusilen por traidor.

El Secretario, viendo la determinación y el amor en los ojos del Capitán, se dio cuenta de que había subestimado la profundidad de sus sentimientos.

El secretario, con resignación:
Está bien. Te diré dónde está, pero a cambio, seguirás siendo mi espía.

El Capitán asintió, dispuesto a aceptar cualquier condición con tal de asegurarse de que Catalina estuviera a salvo y, con suerte, de que pudiera volver a su lado algún día. En su corazón, sabía que el amor que sentía por ella era más fuerte que cualquier lealtad o deber, y estaba dispuesto a arriesgarlo todo por su mujer amada.

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La noche había envuelto la mansión en su manto oscuro, y en el salón, solo la luz de la chimenea rompía la penumbra. El Secretario estaba sentado en su butaca favorita, la calidez del fuego no lograba abrazar su corazón herido. La traición silenciosa de su hermana Catalina lo atormentaba, una puñalada en su alma que no podía sanar.

El resplandor de las llamas iluminaba su rostro, revelando las líneas de dolor que se habían grabado en él. Cada vez que sus hijas lloraban por la ausencia de su tía, un sollozo silencioso escapaba de sus labios. Catalina había sido más que una hermana; había sido una madre para sus niñas desde que su esposa fue cruelmente arrebatada por el bando del Capitán.

La ambición de vengar a su esposa y de vivir en un mundo sin guerra lo consumía, una llama que ardía más fuerte que cualquier otro sentimiento. Recordaba la bofetada que le había dado a Catalina, un acto impulsivo de traición e ira que ahora lo perseguía como un fantasma.

Hermano y hermana compartían el mismo cabello marrón chocolate y ojos marrones claros, una copia de él en mujer. Ambos fuertes de espíritu, inteligentes y tercos. Pero la tragedia lo había endurecido, y aunque sabía que Catalina no había buscado hacerle daño, creía que debía aprender una lección.

En la quietud de la noche, el Secretario recordaba la madrugada en que había expulsado a su hermana de la casa. Había llamado a un hombre de confianza, que llegó con un coche negro para llevar a Catalina a un apartamento viejo y sombrío, un lugar que ella detestaba. Recordaba cómo el chofer la arrastraba hasta el vehículo, cómo ella lloraba con amargura, no con odio, sino con decepción al ver la verdadera cara de su hermano.

El Secretario cerró los ojos, deseando poder retroceder el tiempo, cambiar sus acciones, pero la decisión estaba tomada. La traición de Catalina, real o percibida, había dejado una cicatriz en su relación que tal vez nunca se curaría. En la soledad de su salón, con el único testigo siendo el fuego que crepitaba, el Secretario lloraba por la hermana que había perdido, por la familia que se había roto y por la guerra que parecía no tener fin.

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CARINA⚡️

Susurros entre rosas: La canción silente del jardín Donde viven las historias. Descúbrelo ahora