Capítulo 9

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LA NOCHE DE LAS VERDADES SILENCIOSAS

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La noche caía sobre la ciudad, y las sombras se alargaban en el jardín secreto donde Catalina y el Capitán se encontraban. El secretario, hermano de Catalina, observaba desde la ventana de su despacho, su mirada perdida en el camino que cada noche tomaba el Capitán a las diez en punto. La ausencia del Capitán en sus acostumbradas charlas nocturnas le había sembrado una semilla de duda que ahora germinaba en curiosidad.

Mientras tanto, en el jardín, el Capitán se sumergía en la escritura, su pluma danzando sobre el papel bajo la tenue luz de la luna. Cada tanto, levantaba la vista para encontrarse con la sonrisa tímida de Catalina, quien, entre las flores de su jardín, se convertía en la musa de sus más profundos pensamientos. La rosa roja que ella le había regalado descansaba entre las páginas de su cuaderno, un recordatorio constante de su presencia incluso en la soledad de sus reflexiones.

Catalina, por su parte, luchaba con sus propios demonios. La culpa la consumía por no revelar al Capitán las verdaderas intenciones de su hermano. A pesar de ello, no encontraba la fuerza para confesar la verdad, temiendo destruir la única conexión genuina que había encontrado en medio del caos de la guerra.

Catalina y el Capitán permanecieron allí, dos almas entrelazadas en un mundo que parecía olvidar, por un momento, la guerra que los rodeaba.

En la penumbra de la biblioteca, el Capitán y el secretario se encontraban frente a frente, la tensión entre ellos era casi tangible. El secretario, con su habitual aire de autoridad, rompió el silencio que se había instalado entre ellos.

El Secretario: “Capitán, he notado tu… distanciamiento. ¿Acaso ya no confías en la causa que defendemos?”

El Capitán: “Mi lealtad no ha cambiado, pero las circunstancias sí. La guerra no es solo un tablero de ajedrez.”

El Secretario: (con un tono que rozaba la amenaza) “Recuerda, necesitamos toda la información que puedas proporcionar. No permitiré que sentimientos personales comprometan nuestra posición.”

El Capitán: (mirándolo fijamente) “Entiendo las órdenes, pero no olvides que somos humanos, no simples peones.”

El secretario frunció el ceño, insatisfecho con la respuesta.

El Secretario: Tu no olvides que a los traidores a su patria se les ha mandado fusilar y sus cuerpos han sido arrojados a las peores bestias.

Con un gesto de despedida se retiró, dejando al Capitán sumido en sus pensamientos.

El Capitán se dirigió a la ventana, observando la luna que iluminaba el jardín donde tantas veces había encontrado consuelo en la presencia de Catalina. En la soledad de la noche, una ola de vergüenza lo invadió. Se sentía avergonzado por haber confiado tan rápidamente en el secretario, por haber buscado comprensión en quien ahora veía como un posible adversario.

El Capitán: (para sí mismo) “¿Cómo pude ser tan ingenuo? Busqué un aliado y me encontré con un manipulador.

La luna, testigo silenciosa de su tormento, parecía ofrecerle una luz de claridad. El Capitán sabía que debía actuar con cautela, que cada paso que diera a partir de ahora definiría no solo su destino, sino también el de Catalina y el de aquellos a quienes realmente debía su lealtad. Con una determinación renovada, cerró los ojos y respiró hondo, preparándose para los días inciertos que se avecinaban.

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La noche había extendido su velo sobre el jardín, transformando cada flor y cada hoja en siluetas bajo el suave resplandor de la luna. El Capitán y Catalina se encontraban en su refugio secreto, un lugar que parecía existir fuera del tiempo y del tumulto del mundo exterior. El aire estaba impregnado del aroma de las flores nocturnas, y el único sonido era el susurro del viento entre los árboles.

El Capitán cerró su cuaderno, un pesado tomo de cuero que contenía no solo sus estrategias y reflexiones, sino también los poemas y dibujos inspirados por la mujer que ahora se sentaba frente a él. Levantó la mirada hacia Catalina, cuyos ojos reflejaban la luz de las estrellas. Había una pregunta que ardía en su pecho, una sospecha que lo había atormentado durante días y noches sin fin.

El Capitán: (con una voz que apenas rompía el silencio):
Catalina, necesito saber… ¿Es verdad lo que temo del Secretario?

Catalina, cuya voz había sido robada por el peso de los secretos que guardaba, respondió sin palabras. Sus ojos, brillantes con lágrimas no derramadas, se encontraron con los del Capitán. En su mirada, él leyó la confirmación de sus peores miedos. Ella asintió levemente, y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla, una perla de tristeza en la quietud de la noche.

Fue entonces cuando el Secretario apareció, su figura emergiendo de las sombras como un fantasma de dudas y sospechas. Su entrada no fue acompañada por violencia, pero la fuerza de su presencia era innegable. Al ver a su hermana en tal estado, su rostro se contrajo en una expresión de angustia y conflicto.

El Secretario: (con una voz quebrada por la emoción):
¿Qué significa esto? Catalina, ¿me has traicionado?

El Capitán se puso de pie, interponiéndose entre Catalina y el Secretario. Su postura era firme, pero no amenazante, un escudo protector frente a cualquier acusación o malentendido.

El Capitán
: No hay traición aquí, solo la verdad que ha sido silenciada por demasiado tiempo. Es hora de que escuches, aunque ella no pueda hablar.

El Secretario, con los ojos nublados por las lágrimas, luchaba con la realidad de la situación. La imagen de su hermana, vulnerable y silenciosa, lo golpeaba con una fuerza que no esperaba. Trataba de contenerse todo lo que podía, pues su alma rugía venganza. Se acercó a Catalina sintiendo sus pies pesados. Se libró de la oposición del Capitán para evitar que llegara hasta ella con maestría.
La abofeteó con una fuerza que hizo que las rosas dejaran de mecerse con alegría. Las lágrimas de la traición mojarnos sus labios. Un acto que llenó de ira al Capitán y lo llevó a alejar al Secretario de la mujer que amaba pero éste había sacado su arma justo a tiempo para detenerlo.
El joven hombre, a pesar de la amenazante arma, no dudó en repetir su acto de valentía para proteger a una herida Catalina.
La mujer quiso gritar en ese momento para detener a su hermano y así evitar que cometiera una tragedia, pero sus intentos por detenerlo no llegaron a tiempo.
El secretario había disparado con una fiereza que lo había dejado fuera de sí mismo.
Catalina se cubrió el rostro por el horror del sonido del disparo. Sus lágrimas no cesaron, se hicieron más abundantes. Quiso correr a socorrer el Capitán, pero el Secretario le lanzó una mirada como advertencia.

El Secretario:
Esto es culpa tuya, Catalina. Si no me hubieses traicionado nada de esto hubiera sucedido.

La dejó sola, junto a un hombre que luchaba contra el dolor que le había causado el disparo.
Se acercó a socorrerlo con manos temblorosas y la vista nublada por las lágrimas y las amargas emociones.

El Capitán (susurrando):
Catalina. Catalina.

Apoyó la cabeza del hombre en su regazo con una delicadeza extrema. Deseaba con su alma transmitir palabras de consuelo al Capitán, por lo que la impotencia se sumó a sus amargas emociones.

Así, el jardín secreto de rosas rojas se sumió en una penumbra dolorosa por el paso de la tragedia.

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CARINA

Susurros entre rosas: La canción silente del jardín Donde viven las historias. Descúbrelo ahora