11

815 101 216
                                        

Había algo repugnante en el sexo. Algo denigrante. Siempre lo había reconocido, le gustaba incluso. Sentirse superior, dominar a alguien, todo aquello eran cosas gratificantes; los escenarios de después, las marcas rojizas, los jadeos desesperados, la puerta cerrándose y dejando a alguien vulnerable atrás. El sexo era una herramienta no sólo de placer, sino también de poder.

Sukuna lo sabía mejor que nadie. Lo había usado, se había gratificado, había tomado, robado, probado y abandonado a su antojo durante años. Nunca había sido una buena persona, a decir verdad.

Había tenido en su cama a auténticas bellezas, a modelos que empezaban sus carreras, a extranjeras de pechos enormes. No recordaba ni una sola de sus caras, nunca se había molestado en mirar por encima de los hombros y, si lo había hecho, había sido para admirar cuánto cabello podía enredar en un puño. Siempre se iba al terminar, nunca se había quedado con ninguna, no le interesaban. A veces se le había dificultado vestirse, ducharse y salir, por las drogas que había consumido imprudentemente minutos u horas atrás. Las mismas drogas que estuvieron a punto de destrozar su carrera como luchador, y que le obligaron a tomarse un descanso para tomarse las cosas en serio al respecto de su imagen en el ring. Rayas de cocaína, metanfetaminas, las más exquisitas sustancias de diseño con colores llamativos bajo las luces neón de los clubes más profundos de la ciudad.

Desde hacía una época era incapaz de disfrutarlo. Incluso recordarlo se le hacía extraño, lejano, asqueroso. Todas sus memorias sobre sexo y moteles habían sido contaminadas por un suceso cuyo único culpable era él mismo.

Yuuji y la noche en el hospital. Lo que ocurrió después de que ambos pelearan, del portazo que separó sus destinos para siempre y que mandó a su hermano pequeño, la persona que más amaba, al hospital, medio muerto.

Sencillamente cada pensamiento sobre sexo le llevaba a imaginar a Yuuji tirado en un callejón, apalizado, siendo violado en grupo por aquellos hijos de puta. Despertando cada pocos minutos y volviendo a desmayarse, llorando y retorciéndose de dolor.

Eres... eres la peor persona que he conocido jamás.

Si tan sólo no se hubiera burlado de esa pandilla en el ring aquella misma noche, alimentando una sed de venganza. Si tan sólo no se hubiera comportado como un maldito cerdo egoísta con Yuuji al llegar a casa. Si tan sólo no lo hubiera dejado irse nada de aquello estaría sucediendo. Estaría con él, en casa del abuelo; habría asumido la culpa de haber llevado una doble vida a sus espaldas y habría trabajado por recuperar su confianza y rehacer su relación de hermanos.

Pero no. Él era Sukuna Ryomen, y ya no era el Rey de las Maldiciones, sino el Rey Maldito.

Perdió su vida, a su hermano, la única familia que tenía. Su hogar, su trabajo de mecánico, la confianza de todos. Perdió la libertad.

Al mismo tiempo, no tenía arrepentimientos. Volvería a asesinarlos, a todos y cada uno, de nuevo, una y otra vez en cada línea temporal y universo, en cada posibilidad y esquina, ciudad y país. Personas como ellos no merecían vivir.

El cuchillo en sus manos, cayendo al suelo. Ruido metálico. Sangre salpicándolo todo. En su ropa, su rostro, por todo el suelo. Un cadáver a sus pies, que luego fueron siete más. Y veinte años de prisión.

Señoría, con todo el respeto. Este muchacho merece estar encerrado para toda la vida. Ninguna condena será capaz de devolver las vidas que arrebató a las madres de esos chicos.

Yuuji probablemente quedaría toda su vida en una silla de ruedas. No había recibido llamadas, ni cartas de él, tampoco del abuelo. Todo se había roto.

Entonces, sexo, sí. Era repulsivo. Podía sentir su propia piel ardiendo al escuchar aquello.

—Vamos, cielo, ¿por qué no abres más las piernas?

Jailbreak || SukuFushiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora