|1: Un susto temprano|

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En estiria, aunque no somos ricos, vivimos en un castillo. En aquella región del mundo, una renta modesta rinde mucho. Con ochocientas o novecientas libras esterlinas anuales se hacen milagros. En nuestro propio país, con esa misma suma habríamos vivido mucho menos holgadamente.
Mi padre es inglés, y por lo tanto mi apellido también lo es, aunque no he visto nunca Inglaterra. Pero aquí, en este lugar aislado y primitivo, todo es tan maravillosamente económico que, aun disponiendo de muchísimo más dinero, no veo cómo uno podría disfrutar de más confort material, e incluso de más lujos, de los que gozamos nosotros.

Mi padre había servido en el ejército austríaco, y al jubilarse con su pensión y un cierto patrimonio, adquirió esta residencia feudal, además de unas pocas hectáreas de tierra a su alrededor.

Imposible imaginar nada más pintoresco y solitario. El castillo se yergue sobre una pequeña colina en medio del bosque. La carretera, muy vieja y estrecha, corre delante del puente levadizo –que jamás he visto levantado– y el foso se mantiene surtido de peces, mientras que una bandada de cisnes navega entre islas flotantes formadas por las hojas de los nenúfares. Y dominando la escena, se levanta la amplia fachada del castillo con sus innumerables ventanas y su capilla gótica.

Delante del castillo, si uno sale por la verja, se encuentra en un claro del bosque, irregular y pintoresco, y a la derecha puede observar un alto puente gótico donde el camino pasa por encima de un arroyo que serpentea hasta perderse de vista entre las profundas sombras del denso follaje.

He dicho que el lugar es muy apartado. Usted verá si no estoy diciendo la verdad. Al mirar por la puerta principal hacia la carretera, el bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha, y doce a la izquierda. A unas siete millas en esa misma dirección, o sea a la izquierda, queda el pueblo habitado más próximo. Y a una distancia de aproximadamente veinte millas en sentido contrario se halla el más cercano castillo de alguna importancia histórica, el del viejo general Spielsdorf.

He dicho el pueblo más próximo «habitado». Porque existe, a no más de veinte millas hacia el occidente, es decir, en dirección al castillo del general Spielsdorf, una aldea abandonada con su diminuta iglesia, ahora desentejada, en cuya nave se encuentran las vetustas y enmohecidas tumbas de la aristocrática familia Karnstein, de un linaje ya extinguido, antiguos dueños del desolado castillo que, erguido en medio del bosque, contempla las silenciosas ruinas del pueblo.

Sobre la causa del abandono de este imponente y melancólico paraje existe una leyenda, de la que hablaré en otro momento.

Por ahora debo decirle que era muy reducido el número de personas que compartíamos la vida en el castillo. No incluyo a los criados, ni a los dependientes que ocupaban algunos cuartos en los edificios anexos. Estaba mi padre, el hombre más bondadoso sobre la faz de la tierra pero ya entrando en años, y yo, que solo contaba con diecinueve años en la época en la que ocurrieron los sucesos que le voy a contar. Todo sucedió hace unos ocho años.

Mi padre y yo constituíamos la familia en el castillo. Mi madre, una señora de la sociedad estiriana, murió cuando yo era bebé. Pero tuve una nana, una mujer de muy buen genio, que me acompañó, podría decirse, desde mi infancia. De hecho, no recuerdo ningún tiempo en que su rostro, regordete y benigno, no haya sido un cuadro familiar en mi memoria.

Su tierno cuidado y amable temperamento suplieron en parte la pérdida de mi madre, de quien ni me acuerdo, ya que la perdí a tan tierna edad.
Madame Perrodon, que así se llamaba, oriunda de Berna, era el tercer miembro de nuestro grupo cuando nos reuníamos a cenar. Había un cuarto, mademoiselle De Lafontaine, que me servía de institutriz, como creo que es el término correcto. Ella hablaba francés y alemán; madame Perrodon, francés y un inglés chapuceado; y al anterior mi padre y yo agregamos el inglés correcto, en el que nos acostumbrábamos a conversar siempre, en parte para que no se perdiera entre nosotros, y también por razones patrióticas. En consecuencia la casa era una especie de Torre de Babel, que les causaba risa a nuestros visitantes. Pero no haré ningún intento de reproducir el efecto en el curso de este relato. Había dos o tres muchachas de aproximadamente mi edad que en ocasiones nos visitaban.
Normalmente, aunque no siempre, sus visitas eran bastante breves. Yo las visitaba a ellas también, pero con poca frecuencia.

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