|10:De luto|

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Desde nuestro último encuentro con el general habían pasado unos diez meses, tiempo suficiente para haber producido un cambio de años en su figura. Estaba más delgado, y la cordial serenidad que antiguamente le era tan característica se había reemplazado con una actitud lúgubre y ansiosa. Sus ojos de un azul profundo, siempre penetrantes, miraban al mundo ahora con una expresión severa debajo de sus hirsutas y tupidas cejas. La alteración que se le notaba no parecía ser producto únicamente del dolor de haber perdido a un ser querido. A ese dolor se agregaba un raro elemento que yo llamaría apasionada iracundia.

Pocos minutos después de reiniciar el viaje, el general empezó a hablar.
Con su típica franqueza militar, se refirió al luto que padeció después de la muerte de su querida sobrina. Acto seguido, irrumpió en un tono de intensa furia y amargura, maldiciendo las «artes infernales» de las que ella había sido víctima. Expresaba, con más exasperación que piedad, su rechazo de un dios que permitiera tan monstruosa indulgencia a la lujuria y malignidad del Infierno.

Mi padre entendió en seguida que el general había sufrido alguna calamidad fuera de lo común. Le pidió que, si no fuera demasiado doloroso, nos contara cuáles eran las circunstancias que merecían los términos tan fuertes en que se había expresado.

—Podría contarle, con gusto –dijo el general–. Pero usted no me creería.

—¿Por qué no? –preguntó papá.

—Porque usted solamente cree en lo que está de acuerdo con sus propios prejuicios y sus propias ilusiones –dijo en un tono algo irascible–. Yo era como usted. Pero la vida me ha enseñado a pensar de manera diferente.

—Intente conmigo, entonces –dijo papá–. No soy tan dogmático como usted cree. Además, yo sé muy bien que usted siempre necesita pruebas para creer, y por eso estoy muy dispuesto a respetar sus conclusiones.

—Usted tiene razón al suponer que no ha sido a la ligera que he llegado a creer en lo fantasioso, porque lo que he experimentado es eso, fantasioso. Una evidencia extraordinaria me ha obligado a dar crédito a algo que era diametralmente opuesto a todas mis convicciones anteriores. He sido utilizado como una ficha inconsciente en manos de una conspiración sobrenatural.

No obstante haber profesado su confianza en la seriedad del general, observé cómo mi padre, ante esto, miró al general con lo que me parecía una duda acerca de su estado mental.

Por fortuna, el general no lo notó. Con una mezcla de tristeza y curiosidad estaba contemplando el sombreado paisaje de valles y bosques por donde nuestro coche pasaba en ese momento.

—¿Se van a las ruinas de Karnstein? –preguntó–. Es una coincidencia afortunada. Iba a pedirle el favor de llevarme allá para verlas. Tengo un motivo especial para querer examinarlas. Tengo entendido que hay una capilla, también en ruinas, con una cantidad de tumbas de miembros de aquella antigua familia, ¿no es así?

—Es verdad –dijo mi padre–. Y son muy interesantes. ¿Está pensando usted en reclamar las tierras y los títulos hereditarios de los Karnstein? – preguntó mi padre.

Lo había dicho en broma. Pero el general no respondió con una risa, ni siquiera una sonrisa, al chiste de su amigo, como dictaba la etiqueta. Al contrario, se puso aún más serio, incluso molesto, rumiando algún asunto que había provocado su ira y su horror.

—Algo muy distinto –dijo bruscamente–. Tengo la intención de desenterrar algunos de esos nobles personajes. Con la bendición de Dios, allá espero poder cumplir con un sacrilegio piadoso. Con él, espero eliminar a ciertos monstruos que andan por la tierra, y permitir así que la gente pueda dormir tranquilamente en sus camas sin ser asediada por asesinos.
Tengo cosas extrañas para contarle, mi querido amigo, cosas que, hace unos meses, yo mismo no habría creído posibles.

Mi padre lo observó de nuevo, pero esta vez sin una mirada de duda o sospecha. Más bien con una expresión de aguda inteligencia, y de alarma.

—El linaje de los Karnstein –dijo– está extinto. Desde hace cien años, al menos. Mi querida esposa fue descendiente de esa familia, por el lado materno. Pero hace mucho tiempo que no existen ni el nombre ni el título.
El castillo es una ruina, y la aldea está abandonada. Hace medio siglo que no se vislumbra el humo de una chimenea en ese lugar. Y ninguna de las casas tiene techo ya.

—Tiene usted razón –dijo el general–. Me he enterado de todo eso desde la última vez que nos vimos. Y he aprendido muchas cosas que le van a sorprender. Pero mejor narro todo en el orden en que los eventos ocurrieron. Usted conoció a mi querida sobrina; mejor dicho, mi niña, como yo la llamaba. Ninguna criatura más hermosa. Hace apenas tres meses estaba en la flor de su juventud y su belleza.

—Es verdad, ¡la pobre! –dijo mi padre–. La última vez que la vi estaba hermosa. Su muerte me dolió más de lo que le puedo decir, mi querido amigo. Sé que para usted fue un golpe terrible.

Tomó la mano del general y la apretó. Los ojos del viejo militar se llenaron de lágrimas y no hizo ningún esfuerzo por ocultarlas.

—Hace muchos años que somos amigos –dijo–. Sabía cómo me acompañaba en mi dolor, yo que no tengo hijos propios. A Bertha la quería con un amor especial, y ella me correspondió con un afecto que llenó de alegría mi hogar y me volvió la vida feliz. Ya nada de eso existe. No estoy destinado a vivir muchos años más sobre la tierra. Pero antes de morir, con la ayuda de Dios, espero poder cumplir un servicio a la humanidad. Espero colaborar con la venganza del Cielo contra los malvados que asesinaron a mi pobre niña en la primavera de sus esperanzas y de su belleza.

—Hace un momento –dijo mi padre–, usted prometió contarnos todo en el orden en que ocurrieron las cosas. Hágalo, se lo ruego. Le aseguro que me incita algo más que una mera curiosidad.

En esas llegamos a una encrucijada donde el camino de Drumstall, por donde había venido el general, se desvía de la carretera que nos iba llevando hacia Karnstein.

—¿Cuánto hay de aquí a las ruinas? –preguntó el general con cierta ansiedad.

—Una media legua, aproximadamente –respondió mi padre. Pero, por favor, cuéntenos la historia que, en su bondad, nos había prometido.

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