|15:La ordalía y la ejecución|

1 1 0
                                    

Antes de que el general spielsdorf hubiera terminado de hablar, entró por la misma puerta de la capilla, por donde Carmilla había entrado y salido, un personaje de la apariencia más rara que yo había visto jamás en un hombre. Era alto, flaco y encorvado, con hombros altos y vestido de negro. Su muy arrugado rostro era de color marrón, y llevaba puesto un sombrero de ala ancha y forma peculiar. Su pelo, largo y entrecano, le caía sobre los hombros. Tenía gafas de marco dorado y caminaba lentamente, arrastrando los pies, mirando por turnos el cielo y el suelo, con una inamovible sonrisa en los labios. Sus delgadas manos, que llevaban guantes negros de una talla demasiado grande, gesticulaban en el aire de la manera más extraña.

—¡Ah, por fin! ¡El hombre que necesitábamos! –exclamó el general, con evidente júbilo. —Mi querido Barón, tengo un gran gusto en verlo. No esperaba encontrarlo tan pronto.

Llamó a mi padre, que ya había terminado su examen de las lápidas, y lo presentó, de modo muy formal, a este viejo estrafalario a quien le decía Barón. Luego los tres iniciaron una conversación muy seria. El extraño caballero sacó del bolsillo un rollo de papel y lo extendió sobre la superficie de la tumba más cercana. En seguida con un lápiz trazaba líneas que indicaban varios puntos diferentes sobre el papel. Y de la manera como lo miraban y luego alzaban la vista para observar distintas áreas a su alrededor, concluí que el papel era un croquis de la capilla. El caballero acompañó su conferencia, por así llamarla, con lecturas de un libro viejo cuyas páginas eran cubiertas de letra muy menuda.

Luego, inmersos en conversación, caminaron los tres por la nave lateral de la capilla. Yo, mirándolos desde donde estaba parada en la nave opuesta, vi cómo empezaron a medir distancias con sus pasos. Finalmente se detuvieron frente a una sección del muro y comenzaron a examinarlo con suma atención, arrancando las hojas de hiedra que lo cubrían y golpeándolo con palos para quitar pedazos de estuco. Al cabo de unos minutos, descubrieron una ancha laja de mármol grabada con letras en relieve.

Con la ayuda del leñador, que volvió a aparecer, destaparon una inscripción y un escudo tallado en la superficie. Resultaron ser indicios inequívocos de un monumento perdido durante muchos años: el de Mircalla, la condesa de Karnstein.

El viejo general –quien era poco aficionado a las plegarias, creo yo– levantó los ojos hacia el cielo en un acto de mudo agradecimiento.

—Mañana –le oí decir–, vendrá un hombre nombrado oficialmente para llevar a cabo una exhumación de acuerdo con la ley.

Dicho lo cual, se dirigió al anciano de gafas doradas y tomó sus manos en las suyas.

—¿Cómo agradecerle, Barón? –dijo–. ¿Cómo podríamos todos agradecerle? Usted habrá liberado esta región de lo que ha sido un flagelo para sus habitantes durante más de un siglo. Gracias a Dios, ya hemos localizado a este terrible enemigo.

Mi padre se alejó con el caballero y el general los siguió. Lo llevaba fuera del alcance de mis oídos evidentemente para poder hablar de mi caso.

Vi cómo, de vez en cuando, me miraban de soslayo. Cuando dejaron de conversar, mi padre vino a donde yo estaba, me besó y me llevó fuera de la capilla.

—Es hora de regresar –dijo–. Pero tenemos que llevar con nosotros al buen sacerdote que vive cerca de aquí. Tenemos que persuadirle para que nos acompañe.

El sacerdote aceptó nuestra invitación y nos fuimos para la casa con él.
Me sentí feliz de llegar, ya que estaba muy cansada. Pero mi contento se convirtió en desconcierto cuando me dijeron que nada se sabía sobre el paradero de Carmilla. Encima, nadie me explicó qué era lo que había ocurrido en la capilla. Evidentemente se trataba de un secreto que mi padre guardaba y que no me iba a comunicar en ese momento.

La siniestra ausencia de Carmilla sólo sirvió para subrayar el horror de la escena que había visto. Y para la noche se preparó algo muy singular: dos criadas junto con madame Perrodon fueron destacadas para permanecer conmigo en la alcoba, mientras que mi padre y el sacerdote se escondieron, vigilantes, en el vestuario.

Antes de acostarme, el sacerdote había celebrado ciertos ritos solemnes cuyo sentido no comprendía. Como tampoco comprendía por qué se tomaban tan extremas medidas de precaución para protegerme mientras dormía.

Entendí todo perfectamente unos días después ya que, con la desaparición de Carmilla, se acabaron mis sufrimientos nocturnos.

Usted se habrá enterado, sin duda, de la superstición que abunda en Estiria, Moravia, Silesia y la Serbia turca, sin hablar de Polonia y Rusia.
Más que una superstición es una convicción acerca de la existencia de los vampiros.

Ahora bien, si algo valen los testimonios de seres humanos tomados con todo cuidado y solemnidad, y registrados judicialmente ante numerosas comisiones consistentes de personas escogidas por su inteligencia e integridad, y que abarcan informes más voluminosos de los que existen acerca de cualquier otro tipo de casos, entonces es difícil negar, o aun dudar, que exista el fenómeno conocido como el vampiro. Por mi parte, no conozco ninguna teoría más convincente para explicar lo que yo misma he visto y experimentado.

Al día siguiente se llevaron a cabo unos procedimientos formales en la capilla de los Karnstein. Se abrió la fosa donde estaba enterrada la condesa Mircalla y tanto mi padre como el general reconocieron el rostro de la hermosa y pérfida mujer que nos había visitado. A pesar del siglo y medio que había trascurrido desde sus funerales, sus facciones llevaban la calidez de un ser vivo. Tenía los ojos abiertos y ningún hedor de cadáver emanaba del ataúd. Los dos médicos presentes, uno oficialmente, y otro por parte del promotor de la encuesta, reconocieron un hecho extraordinario: se apreciaba en la mujer una leve respiración y la acción correspondiente de su corazón. Sus miembros eran perfectamente flexibles, la carne elástica, y el cuerpo dentro del ataúd de plomo estaba inmerso en un baño de sangre de siete pulgadas de profundidad. Se presentaban, entonces, todos los reconocidos signos y pruebas del vampirismo.

Acto seguido, en cumplimiento de las antiguas prácticas, levantaron el cuerpo y clavaron en su corazón una estaca con punta de lanza. Ante eso la vampiresa emitió un penetrante alarido como de una persona en su última agonía. Luego le cortaron la cabeza, y un tremendo chorro de sangre brotó de la garganta cercenada. Prendieron fuego a una pila de leña preparada para el evento, y en la hoguera quemaron el cuerpo y la cabeza hasta que no quedaban sino las cenizas, cenizas que fueron tiradas al río y llevadas por la corriente. Desde ese día el territorio ha dejado de ser plagado por las visitas de los vampiros.

Mi padre posee una copia del informe de la Comisión Imperial, con las firmas de todos los partícipes y testigos del procedimiento. Fue a partir de este documento oficial que pude presentar aquí mi resumen de aquella última y aterradora escena.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora