|14: El encuentro|

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—La salud de mi querida niña empeoraba día a día –dijo el general, retomando su relato–. El médico que la atendía no había logrado detener el avance de lo que yo creía era simplemente una enfermedad. Consciente de mi preocupación, propuso buscar una segunda opinión. Entonces acudí a un médico más célebre y más experimentado, de la ciudad de Gratz.

»Pasaron varios días antes de que aquel sabio llegara. Era un hombre bueno y religioso, además de ser un renombrado científico. Los dos se reunieron para examinar a mi niña, y luego se encerraron en mi biblioteca para conversar con el fin de llegar a alguna solución. Desde un salón adyacente, mientras esperaba su veredicto, sentí las voces de los dos caballeros levantadas en lo que parecía ser algo más que una mera discusión científica. Toqué en la puerta y entré. Encontré que el célebre médico de Gratz defendía una cierta teoría con respecto al estado de mi niña, mientras que su rival le refutaba con un mal disimulado desprecio, acompañado de carcajadas. Mi entrada a la biblioteca sirvió para poner fin a esta indecorosa manifestación de discrepancias.

»“Mi general”, dijo el primero, “mi ilustre colega parece creer que a usted le hace falta un mago, no un médico”.

»“Con su permiso”, dijo el viejo médico de Gratz, evidentemente molesto, “voy a elaborar mi juicio sobre el caso a mi manera, y en otro momento. Lamento decirle, Monsieur le General, que mis conocimientos y mis remedios no sirven en la situación actual. Pero antes de retirarme, me haré el honor de hacerle una sugerencia”.

»Estaba pensativo. Se sentó ante una mesa y comenzó a escribir.

»Yo, profundamente decepcionado, hice una venia y empecé a retirarme, cuando el otro médico señaló al que estaba sentado escribiendo, tocándose la frente con un gesto bastante despectivo, pues se refería al estado mental de su viejo colega.

»Este par de consultas me habían dejado en las mismas. Salí al jardín sintiendo que la ansiedad me enloquecía. Después de diez o quince minutos, el médico de Gratz apareció a mi lado. Pidió disculpas por haberme perseguido, pero dijo que su conciencia no le permitía abandonar la casa sin decir nada. Me dijo que era imposible que se equivocara: que ninguna enfermedad natural mostraba los síntomas que mostraba mi niña, y que muy prontamente iba a morir. Apenas le quedaba un día de vida, o posiblemente dos. Si se tomaran medidas inmediatamente para evitar el próximo ataque, existía la posibilidad de que, con sumo cuidado y mucha pericia, recuperara su salud. Pero todo dependía de factores irrevocables. Un asalto más sería suficiente para extinguir el último, tenue signo de vitalidad que aún le restaba.

»“¿De cuál asalto habla?”, le pregunté. “¿De qué naturaleza es?”.

»“He dicho todo en esta nota, que le entrego a usted con la condición de que llame sin demora a un sacerdote y que abra esta carta en su presencia.
Por nada del mundo debe leerla antes de que el cura esté presente. Porque de otra manera podría menospreciar lo que he escrito, y el asunto es de vida o muerte. Solo en el caso de que un sacerdote no se consiga, puede usted leerla”.

»Finalmente, antes de partir, me preguntó si quisiera ver a un hombre muy conocedor del tema que, una vez leída la carta, seguramente me iba a interesar mucho. En tal caso, dijo, debería llamarlo para que el personaje me hiciera una visita.

»En el evento, resultó imposible encontrar al sacerdote; estaba ausente.
Así que leí la carta solo. En otro momento, o frente a otro caso, lo escrito ahí podría haberme parecido ridículo. Pero uno está dispuesto a escuchar incluso a un charlatán si éste parece ofrecer una tabla de salvación cuando la vida de un ser querido está en juego y todos los demás remedios han fracasado.

»Ustedes dirán que nada podría ser más absurdo de lo que había escrito este viejo médico. Era lo suficientemente fantasioso como para haberlo certificado como demente. Dijo que la paciente sufría de visitas de un vampiro. La penetración de las agujas que ella sentía cerca de la garganta fue causada por los dos largos y afilados colmillos que, como es bien sabido, son la particularidad de los vampiros. Y no podría haber duda acerca de las pequeñas y bien definidas huellas lívidas que todos describen como típico sello producido por los labios de ese demonio. Todos los síntomas que la víctima describe, dijo, coincidían con los registrados en cada caso de un ataque similar.

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