|5:Un parecido extraordinario|

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Una tarde llegó de gratz el hijo del restaurador de arte, un joven de rostro serio y tez oscura. En su carreta tirada por un caballo traía dos grandes guacales que contenían una cantidad de cuadros. Gratz quedaba a diez leguas de distancia, y cada vez que alguien llegaba de esa pequeña ciudad, nuestra capital, todos salíamos a recibirlo para ver qué noticias traía. La llegada de cualquier persona a un lugar tan aislado como el nuestro fue motivo de celebración.

El joven colocó los guacales en el atrio del castillo mientras los sirvientes lo llevaron a cenar. Más tarde, acompañado de unos ayudantes, y con martillo, buril y destornillador en las manos, se reunió con nosotros en el atrio donde nos habíamos citado para ver el contenido de esas dos grandes cajas de madera en el momento en que fueran abiertas.

Carmilla se sentó para observar, evidentemente sin mucho interés, cuando, uno tras otro, sacaban a la luz los viejos cuadros, casi todos retratos, que habían sido restaurados. Mi madre descendía de una vieja familia de la nobleza húngara, y la mayoría de estos cuadros, destinados a ocupar sus antiguos puestos en las paredes de nuestro castillo, fueron herencia de ella.

Mi padre llevaba en la mano una lista que leía en voz alta mientras el artista hurgaba entre los guacales para encontrar el número correspondiente en cada caso. Dudo que las pinturas hayan sido muy buenas, pero ciertamente eran muy viejas, y algunas muy curiosas. Tenían un especial mérito para mí, pues las estaba viendo por primera vez, ya que, antes de que fueran limpiadas y restauradas, el polvo y la pátina de los siglos las habían dejado en un estado tan lamentable que era imposible apreciarlas.

—Allá puedes ver un óleo que estaba esperando –dijo mi padre–. En una esquina, allá arriba, está el nombre. Si no estoy mal dice «Marcia Karnstein» y la fecha «1698». Tenía ganas de ver cómo había quedado.

Yo me acordaba del cuadro. Era bastante pequeño, de unos quince centímetros aproximadamente, cuadrado, sin marco. Pero era tan viejo y había estado siempre tan cubierto de mugre, que nunca pude verlo bien.
Ahora el joven restaurador lo presentó con evidente orgullo. Era hermoso.
Asombroso. Parecía vivo. ¡Era la auténtica imagen y semejanza de Carmilla!

—Carmilla querida. Es un milagro. Aquí estás tú, sonriendo, a punto de hablar, en este cuadro. ¿No te parece hermoso, Papá? Mira, hasta tiene el pequeño lunar en el cuello.

Mi padre se rió y dijo:

—De verdad, el parecido es formidable.

Pero, para mi sorpresa, no le dio importancia y siguió hablando con el restaurador, quien tenía mucho de artista, y mantuvo una conversación inteligente con mi padre acerca de los retratos y otras obras que su trabajo acababa de revelar con toda su luz y color. Mientras tanto, yo me entregué a la contemplación del retrato, maravillándome ante lo que era, sin duda, la cara misma de Carmilla.

—¿Papá, me permites colgar este cuadro en mi alcoba? –le pregunté.

—Por supuesto, hija –me contestó, sonriendo–. Me alegra que lo encuentres tan parecido a Carmilla. Tal vez tengas razón. En tal caso el cuadro es aún más hermoso de lo que yo creía.
La bella joven no reaccionó ante este piropo. Actuó como si no lo hubiera escuchado. Estaba medio recostada en una silla y me contemplaba, sus ojos mirándome por debajo de sus largas pestañas. Luego sonrió como si estuviera en una especie de éxtasis.

—Y ahora –le dije–, uno puede ver nítidamente el nombre en la esquina del cuadro. Parece escrito en oro. No es Marcia. El nombre es Mircalla, condesa de Karnstein. Lleva puesta una pequeña corona. Y abajo dice A.D. 1698. Yo soy descendiente de los Karnstein. Es decir, lo era mi mamá.

—Yo también –dijo ella, lánguidamente–. Es un linaje muy antiguo. ¿Aún viven algunos de la familia Karnstein?

—Ninguno que lleve el nombre, creo. Me dicen que la familia se arruinó en unas guerras civiles hace mucho tiempo. Las ruinas del castillo están cerca de aquí, a unos cinco kilómetros.

—¡Qué interesante! –comentó.

Y, cambiando de tema, dijo:

—Pero mira la belleza de esta noche de luna.

Miró por la puerta principal, que estaba medio abierta.

—¿Por qué no paseamos por el patio –propuso– y miramos cómo se ve la carretera y el río?

—Me recuerda la noche que tú llegaste –le dije.

Ella suspiró, sonriendo.
Se levantó, y las dos, cada una con un brazo alrededor de la cintura de la otra, caminamos por el adoquinado. En silencio, lentamente, nos acercamos al puente levadizo para contemplar el bello paisaje.

—Así que estabas pensando en la noche que llegué –me dijo en un susurro–. ¿Estás contenta de que yo esté aquí?

—Encantada, mi querida Carmilla –contesté.

—Y pediste que te dejaran el cuadro que se parece a mí, para colgarlo en tu alcoba –murmuró con un suspiro, apretando su brazo alrededor de mi cintura y descansando su bella cabeza sobre mi hombro.

—Cómo eres de romántica, Carmilla –le dije–. El día que me cuentes tu vida, estoy segura de que será la historia de un gran romance.

Me besó en silencio.

—Estoy segura que has estado enamorada, Carmilla. En este mismo momento, debe haber algún amor en tu corazón.

—Jamás me he enamorado de nadie –susurró–. Y no me voy a enamorar nunca. A no ser que sea de ti.

Cómo se veía de bella a la luz de la luna. Con una expresión a la vez tímida y extraña. Escondió su rostro entre mis cabellos y mi cuello, emitiendo suspiros tumultuosos que parecían sollozos, y tomó mi mano en la suya, que estaba temblando. Su suave mejilla calentaba la mía.

—Querida, querida –murmuró–. Yo vivo en ti. Y tú morirías por mí. Te amo tanto.

Me distancié de ella, asustada. Me miraba con ojos carentes de cualquier viso de fuego, ojos sin sentido. Su rostro, pálido en extremo, reflejaba una enorme apatía.

—¿No sientes frío, querida? –preguntó con voz somnolienta–. Estoy tiritando. ¿He estado soñando? Entremos, pues. Sí, sí, entremos.

—Veo que estás mal, Carmilla. Casi desmayada. Debes beber un poco de vino.

—Sí. Lo haré. Ya me siento mejor. En unos momentos estaré perfectamente bien. Sí, te acepto un poco de vino –dijo, mientras nos acercábamos a la puerta.

—Pero miremos otra vez, por un momento. A lo mejor será la última vez que voy a contemplar el claro de luna contigo.

—¿Cómo te sientes ahora, Carmilla? ¿De verdad estás mejor? –le pregunté.

Empezaba a alarmarme. Me preocupaba que le hubiera atacado la extraña epidemia que parecía haber invadido la campiña a nuestro alrededor.

—Papá se preocuparía sobremanera –agregué– si te fueras a enfermar, aunque sea un poquito, sin hacérselo saber inmediatamente. Tenemos un médico muy eficiente, vive aquí cerca, el mismo que estaba hoy con papá.

—No dudo que sea bueno. Yo sé cómo son de amables ustedes. Pero, mi querida niña, ya estoy bien otra vez. No tengo ningún problema de salud.
Solo un poco de debilidad. La gente dice que soy lánguida. Soy incapaz de esfuerzos grandes, es cierto. Difícilmente camino lo que caminaría una niña de tres años. Y de vez en cuando, lo poco de fortaleza que tengo me falla, y me vuelvo como me acabas de ver. Pero me recupero fácilmente. En un instante soy otra vez yo. ¿No ves cómo me recuperé?

Y era cierto; se había recuperado. Seguimos charlando un largo rato, ella muy animada. Y el resto de la noche pasó sin que ella volviera a repetir esas expresiones de enamoramiento. Me refiero a su forma loca de hablar y de mirar, que me producían vergüenza, y hasta miedo.

Pero esa misma noche ocurrió una cosa que hizo dar un nuevo giro a mis pensamientos, algo que incluso parece haber sacado a Carmilla de su habitual languidez, llevándola, aunque fuera por un momento, a un inusual arranque de vitalidad.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora