|8: La Búsqueda|

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Al contemplar la alcoba con todo en su lugar –salvo lo que habíamos movido al entrar tan violentamente–, el único estorbo habiendo sido nuestra violenta entrada, empezamos a calmarnos un poco y muy pronto nos sentimos lo suficientemente tranquilas como para despedir a los hombres. A mademoiselle se le ocurrió que posiblemente Carmilla fue despertada por la bulla en el corredor, y que, en un primer pánico, se habría escondido en el clóset o detrás de una cortina o un lugar semejante del cual no iba a emerger, naturalmente, hasta que el mayordomo y su séquito se hubieran retirado. Ahora, entonces, iniciamos la búsqueda, llamándola de nuevo por su nombre.

Pero todo en vano. Sólo se aumentó nuestra perplejidad. Examinamos las ventanas, pero las encontramos selladas. A Carmilla le imploré que, si estaba escondida, que dejará de jugar cruelmente con nosotras, que saliera para poner fin a nuestra ansiedad. Pero para nada servía. Ya me convencí de que ella no estaba en la alcoba, ni en el vestuario al lado, cuya puerta aún quedaba cerrada con la llave por nuestro lado. Imposible que haya salido por allá. Estaba totalmente confundida. Sería que Carmilla había descubierto uno de aquellos pasillos secretos que la vieja ama de llaves decía que existían en el castillo, según la tradición, pero que ya nadie sabía dónde se encontraban. Sin duda, pensé, con el tiempo sabremos la explicación, por más desconcertados que estábamos en ese momento.

Eran más de las cuatro de la mañana, y yo decidí pasar el resto de la noche en la habitación de madame Perrodon.

El alba llegó, sin ninguna solución del misterio. Todo el mundo, con mi padre a la cabeza, amaneció en un estado de confusión y agite. Se buscó en cada rincón del castillo. Algunos salieron a explorar dentro del bosque. Pero no se encontraba ningún vestigio de Carmilla. Se contemplaba la posibilidad de dragar el río. Mi padre estaba angustiado. ¿Cómo contar lo sucedido a la madre de la pobre niña cuando regresara? Yo también estaba adolorida, pero mi sufrimiento era de otro orden.

Pasó la mañana entre la angustia y la agitación. Llegó la una de la tarde, y aún no había noticia alguna. Yo subí la escalera y entré en la alcoba de Carmilla, y allí estaba ella al pie del tocador. Quedé de una sola pieza. No podía creer lo que estaba viendo. En silencio, con un gesto de su dedo tan bonito, me señaló que me acercara. Llevaba una expresión de mucho temor.
Me lancé a sus brazos en un éxtasis de alegría. La abracé y la besé una y otra vez. Corrí a buscar la campana y la toqué con vehemencia para que los demás llegaran al lugar y así poder aliviar la angustia de papá.

—Querida Carmilla, ¿dónde has estado todo este tiempo? Hemos estado muertos de la angustia buscándote. ¿Dónde estabas? ¿Cómo regresaste?

—Fue una noche de maravillas –me dijo.

—Por el amor de Dios, explícate.

—Anoche, después de las dos –dijo–, fue cuando me acosté como siempre en mi cama, con las dos puertas cerradas con llave, la del guardarropa y la que da al corredor. Dormí profundo, sin sueños, que yo recuerde. Pero me desperté hace un momento en el sofá del guardarropa, y encontré la puerta abierta, y la otra forzada. ¿Cómo podría haber sucedido todo eso sin yo despertarme? Porque debe haber causado mucho ruido, y a mí cualquier cosa me despierta. ¿Y cómo podrían haberme sacado de mi cama sin interrumpir mi sueño? ¿A mí, que me asusto con la menor cosa?

Mi padre, junto con mademoiselle y varios sirvientes llegaron a la alcoba.
Como era de esperarse, bombardearon a Carmilla con una cantidad de preguntas, y con felicitaciones y bienvenidas. Ella siempre repetía la misma historia, y entre todos parecía ser la menos capaz de sugerir una explicación de lo que había pasado.

Mi padre caminaba por el cuarto de arriba abajo, muy pensativo. Observé cómo, en un momento, Carmilla lo miró de soslayo. Una mirada algo turbia, me pareció.

Cuando mi padre había despachado a los sirvientes, y mademoiselle había ido a traer un frasco de valeriana y sales aromáticas, y dado que no había nadie más en el cuarto, aparte de mi padre, madame Perrodon y yo, él se le acercó, pensativo. Le tomó de la mano con suma gentileza, la condujo al sofá y se sentó a su lado.

—¿Me perdonarás, querida, si me atrevo a hacer una conjetura y preguntarte algunas cositas?

—¿Quién tiene más derecho que usted? –respondió–. Pregunte lo que le parezca importante, y le contaré todo. Pero mi historia consta únicamente de confusión y oscuridad. No sé nada en absoluto. Me puede preguntar cualquier cosa, pero conoce, por supuesto, las limitaciones acordadas con mi mamá.

—Perfectamente, mi querida niña. No tengo por qué tocar los temas sobre los cuales ella insiste que guardemos silencio. Ahora, la maravilla de anoche es el hecho de que tú hayas sido sacada de tu cama y de tu alcoba sin ser despertada, y que este traslado haya ocurrido aparentemente estando las ventanas selladas y las dos puertas cerradas con llave desde dentro. Te voy a contar mi teoría. Pero primero quiero formularte una pregunta.

Carmilla descansaba su cabeza sobre una mano. Parecía desanimada.

Madame y yo quedamos a la escucha, casi sin respirar.

—Ahora, mi pregunta es la siguiente. ¿Alguna vez han sospechado que tú seas sonámbula?

—No, desde que fui muy niña.

—¿Pero sí caminabas dormida cuando muy niña?

—Sí, es cierto. Muchas veces me lo contó mi vieja nodriza.
Mi padre sonrió y movía la cabeza como signo de complacencia.

—Entonces lo que sucedió fue esto: te levantaste dormida, abriste la puerta sin dejar la llave en la cerradura, como era la costumbre, sino que la sacaste y aseguraste la puerta nuevamente desde fuera. Luego retiraste la llave y la llevaste contigo a una de las veinticinco habitaciones que hay en este piso, o a un piso superior, o a otras más abajo. Es que aquí hay tantas habitaciones y closets, y tantos muebles pesados, y tanta acumulación de trastos viejos que haría falta una semana para poder lograr una requisa completa de este castillo. ¿Ahora me entiendes?

—Sí. Pero no del todo –respondió ella.

—Pero, papá –intervine–, ¿cómo explicas el hecho de que, cuando ella despertó, se encontró en el guardarropa, donde la habíamos buscado con esmero?

—Ella volvió allá después de la requisa de ustedes. Estaba aún dormida, y finalmente se despertó espontáneamente, y fue tan sorprendida como cualquiera al encontrarse allí. Ojalá todos los misterios tuvieran una explicación tan sencilla y fácil como el tuyo.

Mi padre rió.

—Debemos felicitarnos –continuó–, porque queda claro que la explicación más natural del episodio no tiene que ver con drogas, ni con cerraduras forzadas, ni con ladrones o brujas o asesinos. De hecho no hay nada que deba alarmar a Carmilla, ni a nadie. Gracias a Dios, estamos todos sanos y salvos.

Carmilla parecía estar encantada. Y no había nadie tan hermoso como ella cuando estaba así. Creo que esa languidez que llevaba con tanta gracia y que era tan característica de ella sólo servía para destacar más su belleza.

Evidentemente mi padre estaba pensando en el contraste entre su semblanza y la mía, porque suspiró y dijo:

—Ojalá mi pobre Laura también luciera ahora como en ella ha sido usual.

Bueno, nuestras preocupaciones se habían desvanecido y Carmilla disfrutaba de nuevo de su vida entre nosotros.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora