|2: La invitada|

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Ahora le voy a contar algo tan extraño que tendrá que poner toda su fe en mi veracidad. Pero la historia no solamente es verídica, sino que yo misma fui testigo ocular.

Era un dulce atardecer de verano cuando mi padre me propuso, tal como solía hacerlo con alguna frecuencia, que fuéramos a pasear juntos por los caminos del bello bosque que, como ya mencioné, quedaba frente a nuestro castillo.

—El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto como hubiera querido –me dijo papá en el curso de nuestra caminata.

El general planeaba hacernos una visita de varias semanas, y esperábamos su llegada para el día siguiente. Había dicho que vendría acompañado de una joven, una sobrina que tenía a su cargo, mademoiselle Rheinfeldt, a quien yo no había conocido pero a quien me habían descrito como una niña encantadora. En su compañía anticipaba pasar unos días felices. Así que el hecho de haberse aplazado la visita me produjo una desilusión grande, mucho más grande, incluso, de lo que podría imaginar una muchacha acostumbrada a vivir en una ciudad, o en un vecindario de mucha actividad social. Durante varias semanas había soñado con la visita del general y su sobrina, pues ella prometía ser una nueva amiga para mí.

—¿Entonces cuándo van a venir? –le pregunté.

—No antes del otoño. En un par de meses, me imagino -respondió mi padre–. Y ahora me pongo feliz de que no hayas conocido a mademoiselle Rheinfeldt.

—¿Por qué? –le pregunté, mortificada y a la vez curiosa.

—Porque la pobre muchacha ha muerto –respondió–. Se me olvidó que no te lo había contado, pero tú no estabas conmigo cuando recibí la carta del general esta tarde.

Quedé aterrada. Seis o siete semanas antes, en una primera carta, el general había mencionado que la niña no estaba tan bien de salud como él quisiera, pero nada indicaba ni la remota sospecha de que existiera un peligro.

—Aquí tienes la carta del general –me dijo papá al entregármela–. Me temo que el general está hondamente afectado. Me parece que ha redactado esta carta en un estado lamentable de angustia.

Nos sentamos en una banca rústica a la sombra de unos limeros. Nos encontrábamos a la orilla del arroyo que corre al lado de nuestro castillo, debajo del viejo puente de piedra que serpentea, como ya he dicho, entre una cantidad de nobles árboles. De hecho la corriente fluía prácticamente a nuestros pies. En el horizonte silvestre se estaba poniendo el sol con todo su melancólico esplendor, y en el agua se reflejaba el rojo vivo del cielo que poco a poco se iba destiñendo. La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente, y en algunos apartes tan contradictoria, que la tuve que leer dos veces –la segunda vez en voz alta para mi padre– y aun así no fui capaz de entender bien lo que había pasado, aparte del hecho de que el general parecía estar casi enloquecido.

La carta decía lo siguiente:

«He perdido a mi amada hija, pues como tal la quería. Durante los últimos días de la vida de Bertha no me sentí capaz de escribirle.

»En un comienzo no tenía ni idea del peligro que corría. La he perdido, y ahora me doy cuenta de todo, pero demasiado tarde. Ella murió en la paz de la inocencia, y con la gloriosa esperanza de un futuro bendito. La culpa toda la tiene la malvada que traicionó nuestra hospitalidad. Creí que recibía en mi casa a la inocencia, a la felicidad, a una compañera encantadora para mi adorada Bertha. ¡Por Dios, qué tonto he sido yo!

»Doy gracias a Dios que mi niña haya muerto sin sospechar la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin haber sospechado siquiera la naturaleza de su enfermedad, ni la maldita pasión de quien trajo toda esta miseria.
Dedicaré el resto de mis días a la persecución y extinción de aquel monstruo. Me dicen que existe la posibilidad de que pueda cumplir con mi propósito, tan justo como misericordioso. Por el momento no encuentro más que un mero resquicio de esperanza, un tenue rayo de luz para guiarme.
Maldigo mi presumida incredulidad, mi despreciable afectación de superioridad, mi ceguera, mi terquedad, todo. Pero demasiado tarde. En este momento no puedo escribir ni hablar con calma. Mi mente está turbada. Tan pronto me haya recuperado un poco, pienso dedicarme durante un tiempo a hacer pesquisas, cosa que posiblemente significaría un viaje hasta Viena. En algún momento, cuando llegue el otoño, es decir en un par de meses, o tal vez antes si aún estoy vivo, espero ir a verlo –es decir, si me lo permite–, y entonces le contaré lo que en este momento no me atrevo a poner en el papel. Hasta luego. Rece por mí, querido amigo».

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora