|2: La invitada²|

8 1 0
                                    

Finalmente la curiosidad me hizo abrir los ojos. Y lo que contemplé fue una escena de confusión total. Dos de los caballos estaban echados en la tierra; el coche se recostaba sobre un lado con dos ruedas en el aire; los hombres se dedicaban a soltar los tirantes del arnés; y una señora, de aspecto imponente y de un aire imperioso, había descendido del coche y quedaba de pie retorciéndose las manos y, de vez en cuando, levantando un pañuelo para enjugarse los ojos.

Acto seguido, por la portezuela de la carroza sacaron en brazos a una mujer joven, aparentemente sin vida. Mi viejo y querido padre ya se encontraba al lado de la señora, sombrero en mano, evidentemente ofreciendo su ayuda y los recursos de su castillo. La señora parecía no escucharlo, o más bien no poder hacer otra cosa que observar a la delgada muchacha a quien pusieron a descansar en el terraplén.

Me acerqué. La muchacha se veía aturdida, pero por fortuna no estaba muerta. Mi padre, que se preciaba de poseer buenos conocimientos médicos, acababa de colocar los dedos en su muñeca, y le aseguraba a la señora, quien se declaró ser madre de la joven, que su pulso, aunque tenue e irregular, todavía se distinguía, sin la menor duda. La señora se juntó las manos y miró hacia el cielo, como una expresión momentánea de gratitud.

Pero irrumpió en seguida con un gesto dramático y teatral que, según entiendo, es natural en ciertas personas.

Era lo que llaman una mujer atractiva para sus años, y habrá sido muy hermosa cuando joven. Era alta, pero no demasiado delgada, vestía terciopelo negro y, aunque pálida, su cara revelaba una persona soberbia y acostumbrada a mandar, a pesar de estar ahora extrañamente agitada. Me acerqué para verla mejor.

—¿Existe otra que haya nacido para aguantar tantas calamidades? –le oí decir, nuevamente retorciéndose las manos–. Heme aquí en un viaje de vida o muerte, un viaje en el que perder una hora significa posiblemente perderlo todo. Mi hija no se habrá recuperado lo suficiente como para poder acompañarme. Y, ¿quién puede saber por cuánto tiempo tengo que abandonarla? No puedo esperar, no me atrevería a demorarme. Dígame, señor, ¿de aquí cuánto dista el pueblo más cercano? Voy a tener que dejarla allá. ¡Ay, no voy a volver a ver a mi tesoro, ni siquiera saber de ella, hasta mi regreso, en unos tres meses!

Halé del abrigo a mi papá y susurré en su oído con emoción:

—¡Oh, papá! Por favor, pídele que nos permita que la niña permanezca aquí con nosotros. Sería tan agradable. Sí, papá. Díselo, te lo ruego.

—Si madame acepta dejar a su hija al cuidado de la mía –dijo mi padre–, y de nuestra buena ama de llaves, madame Perrodon, para que resida aquí como invitada hasta su regreso, y bajo mi responsabilidad, sería para nosotros un reconocimiento y, al mismo tiempo, una obligación. Y la cuidaríamos con todas las atenciones y devoción que merece encargo tan sagrado.

—No puedo aceptarlo, señor. Sería pedir demasiado de su amabilidad y su galantería –respondió la señora, distraída.

—Al contrario –dijo mi padre–, sería para nosotros un gesto de gran amabilidad, sobre todo en este momento cuando más nos hace falta. Mi hija acaba de sufrir una desilusión debido a un evento cruel, que le ha privado de una visita largamente esperada, una visita que le habría proporcionado mucha felicidad. Si usted fuera a confiar esta joven a nuestro cuidado, sería el mejor consuelo para mi hija. El pueblo más cercano está lejos, y no goza de ningún hospedaje digno de recibir a su hija. No puedo permitir que continúe un viaje que evidentemente será largo, sin que corra peligro. Si es verdad, como usted ha dicho, que no puede suspender el viaje, tendrá que separarse de ella esta misma noche. Y en ningún lugar podría dejarla con tantas y tan honestas manifestaciones de un tierno cuidado como el que encontrará aquí.

Había algo en el aire de esta señora, y en su figura, de tanta distinción, e incluso de imponencia, y en su manera de ser tan agradable, que dejaba a uno impresionado. Y eso aparte de su elegante comitiva y la sensación inequívoca de que se trataba de un personaje importante.

Ya habían levantado la carroza, estaba puesta en posición para andar de nuevo, y los caballos se habían calmado y tenían sus arneses otra vez en orden.

La señora echó a su hija una mirada que no me pareció tan afectuosa como hubiera esperado a la luz de la escena inicial. Luego, con un gesto discreto, llamó a mi padre a un lado y se alejó con él unos pasos para que estuvieran fuera del alcance de nuestros oídos. Observé cómo le habló con una expresión fija y severa, muy diferente de la que había tenido cuando hablaba unos momentos antes.

Me sorprendió mucho que mi padre no pareciera haber notado el cambio.
Me dio una curiosidad insaciable por saber qué era lo que ella le estaba diciendo, prácticamente pegada a su oído. Lo decía, además, con tanta intensidad, y tan rápido.

Estuvieron ocupados así durante dos minutos, o tres cuando mucho.
Terminada la conversación, ella se volteó y dando unos cortos pasos llegó a donde yacía su hija en brazos de madame Perrodon. Se arrodilló a su lado por un momento y le susurró algo al oído, que madame suponía era una bendición. Luego, de prisa, le plantó un beso en la frente e inmediatamente se levantó, entró en el coche, la portezuela se cerró, dos lacayos de elegantes atuendos subieron a ocupar sus puestos en la parte de atrás, los jinetes acompañantes espolearon sus bestias, los postillones soltaron latigazos, los caballos corcoveaban antes de arrancar a un medio galope que amenazaba con convertirse pronto en un galope veloz y el coche partió en estampida con los dos jinetes auxiliares siguiendo por detrás al mismo acelerado ritmo de todos.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora