|6: Una agonía muy extraña|

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Cuando llegamos al salón y nos sentamos a tomar nuestro café y chocolate, y a pesar de que no tomó nada, Carmilla parecía estar de nuevo en su estado normal. Madame Perrodon y mademoiselle De Lafontaine nos acompañaron y estábamos jugando naipes cuando entró papá para tomar lo que llamaba su «plato de té».

Cuando terminamos el partido, él se sentó en el sofá al lado de Carmilla y le preguntó, en tono levemente ansioso, si había tenido noticias de su madre desde que llegó a nuestra casa.

—No lo puedo saber –respondió, ambiguamente–. Pero he pensado que les voy a abandonar. No quiero abusar de su hospitalidad. Ya han sido demasiado amables conmigo. Les he causado una infinidad de problemas, ya lo sé. Quiero tomar un coche mañana e ir en busca de mi madre. Yo sé dónde la puedo encontrar en últimas, aunque no me atrevo a decir dónde es.

—¡Ni soñarlo! –exclamó papá, para mi gran alivio–. No podemos perderte así no más. No te doy permiso para partir, a no ser bajo la custodia de tu madre, que en su bondad tuvo la cortesía de dejarte aquí con nosotros hasta que ella misma regresara. El día que recibas noticias de ella, me encantaría saberlo. Esta noche los relatos sobre el progreso de la misteriosa enfermedad que está asaltando nuestra vecindad son cada vez más alarmantes. Y, mi querida huésped, siento mucha responsabilidad por ti en ausencia de tu madre. Ella no está para aconsejarme, pero en las circunstancias haré lo mejor que pueda. Pero una cosa es segura: que ni debes pensar en abandonarnos sin que recibas una orden explícita de ella.
Además, tu ida nos produciría demasiada tristeza para que fuéramos a dar nuestro consentimiento fácilmente.

—Agradezco, señor, mil veces, su hospitalidad –respondió con una tímida sonrisa–. Todos han sido tan amables conmigo. Rara vez en la vida he estado tan feliz como me siento aquí, en su bello castillo, disfrutando de sus cuidados, y en compañía de su querida hija.

Ante esto, mi padre, con su acostumbrada galantería a la antigua, le besó la mano, sonriendo y evidentemente contento con el pequeño discurso de ella.

Como siempre, yo acompañé a Carmilla a su alcoba, y me quedé sentada charlando con ella mientras preparaba su cama. Finalmente le dije:

—¿Tú crees que algún día confiarás plenamente en mí?

Levantó la cabeza para mirarme, con una sonrisa. Pero no respondió.

Apenas siguió sonriendo.

—¿No me vas a contestar? –le dije–. No eres capaz de contestar amablemente. No debí haberte dicho nada.

—No, hiciste bien en preguntarme eso, o cualquier cosa que se te ocurra.
No sabes lo especial que eres para mí. Porque de otra manera entenderías que no hay ninguna confianza demasiado grande que puedas tomar. Pero estoy obligada por mis votos, ninguna monja más seriamente, y todavía no puedo contar mi historia. Ni siquiera a ti. Se acerca el momento en que vas a saberlo todo. Me creerás cruel, y egoísta. Pero el amor siempre es egoísta.
Mientras más ardiente, más egoísta. No puedes imaginar cómo soy de celosa. Me tienes que acompañar, y amar, hasta la muerte. O si no, odiarme y aun así acompañarme hasta la muerte, y más allá de la muerte. En mi naturaleza aparentemente indolente, no existe la palabra indiferencia.

—Ahora, Carmilla, comienzas a hablar tus locuras insensatas otra vez –le dije, un poco molesta.

—Ya no más, tonta que soy, y llena de caprichos y fantasías. Para ti, solo hablaré como una mujer sabia. ¿Has ido alguna vez a un baile?

—No. Pero ¡cómo corre tu pensamiento! ¿Cómo es un baile? Debe de ser encantador.

—Casi ni me acuerdo ya. Eso fue hace muchos años.

Me reí.

—Tú no eres tan vieja. No puedes haber olvidado tu primer baile tan rápido.

—Recuerdo todo… con un esfuerzo. Sí, lo veo todo, como los buzos en el mar ven lo que está sucediendo por encima de sus cabezas, a través de un medio, denso, ondulante, pero transparente. Algo ocurrió aquella noche que confundió el cuadro, volviendo pálidos sus colores. Por poco fui asesinada en mi cama. Me hirieron aquí –se tocó el pecho– y nunca fui la misma después.

—¿Estabas cerca de la muerte?

—Sí. Muy cerca. Fue un amor cruel, un amor extraño, que me hubiera quitado la vida. El amor demanda sus sacrificios. Y no hay sacrificio sin sangre. Bueno, a dormir entonces. Me siento tan perezosa. No me siento capaz de levantarme para echar llave a la puerta.

Estaba recostada, su cabeza en la almohada, y por debajo de su mejilla había enterrado sus pequeñas manos entre sus densos y ondulantes cabellos.
Sus brillantes ojos siguieron todos mis movimientos, y sonreía con una timidez que no fui capaz de descifrar.

Le di las buenas noches y salí de la alcoba, experimentando una sensación incómoda.

Me preguntaba con frecuencia si nuestra linda invitada alguna vez rezaba las oraciones nocturnas. Nunca la había visto de rodillas. Por las mañanas nunca salía de su alcoba antes de que hubiéramos terminado de rezar nuestras plegarias matutinas. Y por la noche ella nunca abandonaba el salón para acompañarnos durante nuestras oraciones vespertinas en el vestíbulo.
De no haber sido porque el tema salió en una de nuestras charlas desprevenidas, habría dudado que fuera católica. Sobre la cuestión religiosa no le había escuchado pronunciar una sola palabra. Seguramente si yo hubiera tenido más conocimiento del mundo, este descuido o antipatía no me habría sorprendido tanto.

Las precauciones de la gente nerviosa son contagiosas, y con el tiempo personas de un temperamento similar tienden a imitarse las unas a las otras.
Yo había adoptado la costumbre de Carmilla de echar llave a la puerta de mi alcoba, habiendo asimilado mentalmente todas sus fantasías y miedos acerca de los visitantes nocturnos y los asesinos al acecho. Había adoptado igualmente su precaución de revisar brevemente por todos los rincones del cuarto de ella para asegurarla de que no había un asesino o un ladrón escondido en algún lado.

Habiendo tomado estas medidas en mi propio caso, me acosté y prontamente estaba dormida. Una lámpara quedaba encendida en mi alcoba, una vieja costumbre de mi infancia a la que no renunciaría por nada del mundo. Tranquilizada de este modo, podía dormir en paz. Pero los sueños no respetan los muros de piedra ni los cuartos oscuros. Tampoco respetan los cuartos bien iluminados. Entran y salen cuando se les da la gana, y se burlan de los cerrajeros.

Aquella noche yo tuve un sueño que fue el inicio de una agonía muy extraña. No puedo decir que era una pesadilla, pues estaba perfectamente consciente de estar en mi alcoba, acostada en mi cama y dormida, como en efecto lo estaba. Vi –o creí ver– el cuarto y sus muebles exactamente como los acababa de ver antes de dormir. Pero ahora la pieza estaba muy oscura, y vi que algo se movía alrededor de la cama. Primero no lo distinguía bien.
Pero pronto vi que era un animal de color negro hollín, y que se parecía a un gato monstruoso. Tenía un metro, o metro y medio de largo. De eso mi di cuenta, pues medía lo largo del tapete al pie de mi cama cuando pasó por encima de él. Y continuó yendo de un lado a otro con la siniestra inquietud de un animal en una jaula. No pude gritar, aunque estaba atemorizada, como puede usted imaginar. La creatura se movía cada vez más rápido, y el cuarto se ensombrecía tanto que al fin quedó oscurísimo y no podía ver otra cosa que los ojos del animal. Lo sentí subir a mi cama, suavemente, de un brinco. Los dos grandes ojos se acercaron a mi cara, y pronto sentí un intenso dolor, como si dos largas agujas, separadas por una pulgada o dos, penetraran hondamente en mi pecho. Me desperté con un grito. La alcoba estaba iluminada por la lámpara que estaba encendida siempre durante toda la noche. Observé una figura femenina de pie cerca de la cama, un poco a la derecha. Llevaba puesto un vestido largo y suelto, y sus cabellos caían sobre los hombros. Quedaba inmóvil, como un bloque de granito. No se le notaba siquiera el más mínimo movimiento, como el que hace una persona al respirar. Mientras la miraba fijamente, la figura parecía haber cambiado de lugar. Estaba más cerca de la puerta. Luego, junto a ella. Y entonces la puerta se abrió y ella se fue.

Ahora sentí alivio y pude respirar normalmente y moverme. Lo primero que se me ocurrió fue que Carmilla estaba jugando conmigo, y que se me había olvidado asegurar la puerta. Corrí a examinarla y encontré que estaba con llave, y que la llave estaba al interior de la alcoba, como de costumbre.
Me dio miedo abrirla. Estaba horrorizada. Me metí de prisa en la cama y me cubrí la cabeza con las cobijas. Y allí me quedé, más muerta que viva, hasta la primera luz del nuevo día.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora