|13: El leñador|

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—Sin embargo, no demoraron en aparecer algunos inconvenientes.
En primer lugar, Millarca padecía una languidez extrema (aparentemente una secuela de su reciente enfermedad) y jamás salía de su alcoba hasta bien entrada la tarde. Además, se descubrió accidentalmente que, a pesar de que ella siempre cerraba la puerta de su alcoba con llave desde adentro y nunca sacaba la llave de la cerradura hasta cuando permitiera entrar a una sirvienta para asistirla en el baño, no obstante se ausentaba de su habitación con cierta frecuencia en la madrugada, y también en ciertos momentos en el curso del día. Y esto ocurría aun cuando ella indicaba que todavía no se había movido de su cuarto. Contradiciendo esto, desde las ventanas del castillo varias personas la habían visto, en la primera tenue luz de la madrugada, caminando entre los árboles, yendo hacia el oriente y con la apariencia de una persona en trance. Lo cual me convenció de que ella era sonámbula. Pero esta hipótesis no resolvió el misterio. ¿Cómo fue capaz de salir de su alcoba y, al mismo tiempo, dejar la puerta cerrada con la llave adentro? ¿Y cómo se escapaba de la casa sin abrir ninguna puerta y ninguna ventana?

»En medio de mi perplejidad, se me presentó una preocupación mucho más grave y urgente: mi querida niña empezó a perder su buena salud y se le mermaba incluso su misma belleza. Y todo de una manera tan extraña, y tan horrible, que me dejó completamente atemorizado.

»Primero tuvo sueños espantosos. Luego imaginaba que se le aparecía un fantasma, a veces con cara de Millarca, y otras veces en la forma de un animal salvaje, percibido borrosamente, que merodeaba al pie de su cama, yendo de un lado a otro.

»Y por último, experimentó una serie de sensaciones. Una de ellas, muy peculiar pero no desagradable, dijo, se asemejaba a la corriente de un río que fluía contra su pecho. Más tarde, sintió algo como un par de largas agujas que le penetraban un poco debajo de la garganta, causándole un dolor agudo. Unas noches después, sintió una gradual y convulsiva sensación de ser estrangulada. Seguido por una pérdida de conocimiento.

Pude oír distintamente cada palabra que pronunciaba el viejo general Spielsdorf, ya que el coche pasaba entonces sobre el césped que se extiende por ambos lados de la carretera cuando uno se acerca al desentejado pueblo donde no se había vislumbrado humo de ninguna chimenea en más de medio siglo.

Usted puede imaginar lo extraño que resultó para mí oír mis propios síntomas descritos tan exactamente como los de la pobre muchacha quien, si no fuera por la catástrofe que le sucedió, hubiera estado de visita en nuestro hogar. Puede usted suponer, también, cómo me sentía al escucharle detallar los hábitos y las misteriosas peculiaridades que eran, de hecho, las de nuestra bella visitante Carmilla.

Se abrió un claro en el bosque, y nos encontramos de sopetón frente a las chimeneas y las desvencijadas paredes del pueblo en ruinas. Encima de nosotros se erguían las derruidas torres y almenas del viejo castillo, rodeado de gigantescos árboles.

Todos bajamos del coche, yo con sentimientos de temor, y todos en silencio, pues en ese momento cada cual tenía mucho en qué pensar. Caminamos en dirección del castillo por una empinada colina, y dentro de pocos minutos nos hallábamos en el castillo de corredores oscuros, escaleras en espiral y vastos salones en un lamentable estado de deterioro.

Luego de un largo silencio, el general habló.

—De modo que esto fue alguna vez la residencia palaciega de la familia Karnstein –dijo, mientras que, a través de un alto ventanal, contemplaba el panorama que abarcaba el pueblo desierto y una ancha franja de árboles que cubrían las montañas a nuestro alrededor.

—Fue una familia mala, y en este lugar escribió su ensangrentada historia. Es duro de aceptar que, después de muertos, los Karnstein puedan seguir plagando la humanidad con su lascivia atroz. Miren donde está su capilla, allá abajo.

CarmillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora