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Dahlia.

Me había vuelto loca. Loca no, loquísima.

¿Cómo se me había ocurrido decirle que sí?

Era un desconocido, por el amor de Dios, Dahlia, ¿qué te pasaba? Y encima me había metido en un taxi. ¡Pero si le tenía pánico a mi propio coche! Coche que por cierto, no había utilizado desde hacía ocho meses. En conclusión, que me había vuelto loca y estaba llevando a un completo desconocido a mi casa.

Por suerte para mí, el taxi paró por fin frente a mi casa, pagué y salí del coche acompañada de Alan Miller.

Durante el trayecto en coche había estado sintiendo su mirada de ojos azules clavada en mí, pero yo estaba ocupada tratando de no entrar en pánico, por lo que le había ignorado.

Como hubiera notado que me daba miedo, me moría, estaba intentando recuperar una vida normal y si tanto se notaba que no lo era, me daba algo.

Mi casa estaba en un quinto piso, sin ascensor, por lo que tuvimos que subir andando por las escaleras. El piso lo eligió mi madre, porque según ella era solo un lugar temporal, porque luego estaríamos de viaje y nos mudaríamos, pero cuando Angélica y yo empezamos el colegio se dieron cuenta de que no podríamos hacer todo eso y desde el accidente ya no teníamos ni la oportunidad. Mientras subíamos, se creó un silencio verdaderamente incómodo. Por suerte para los dos, él tomó la palabra.

—¿Y cómo es que sabes español?

—Por mi madre, ella... era española—decidí no contarle toda la verdad, no hacía falta que él supiera que mi madre estaba muerta y que desde entonces mi vida daba asco—, y tenía familia en España. Sé hablarlo bien, pero sigo con acento inglés.

Subimos otro piso más.

—¿Y siempre tienes que subir andando a tu casa?—preguntó, parecía un poco fatigado.

—Sí, pero bueno, podría ser peor. Los del séptimo están bastante peor.

—Me lo imagino—dijo riéndose un poco.

—Bueno, pero están muy en forma—me reí también.

Subimos otro piso.

—¿Y cómo piensas arreglar tu mochila?—le pregunté señalando su mochila rota, que agarraba como podía.

—Pues no sé, supongo que la llevaré a algún sitio a que la arreglen.

—Tampoco es tanto, solo hay que coserle el lateral—me miró y sonrió avergonzado—. Madre mía, ¿cuántos años tienes? —Veintidós.

—¿Me estás diciendo que tienes veintidós años y no sabes coser? A ver, que no digo bordar, sino coser un roto.

—Pues no, no sé coser.

—¿Y cuándo de pequeño se te rompía un pantalón? ¿Lo arreglaba tu madre?

—No, me compraban otro—dijo como si nada.

Él dónde vivía, ¿en Pijolandia? Y a mí me costaba llegar a fin de mes. Sin duda la vida tenía a sus favoritos.

—¿Y tú cuántos años tienes?—preguntó entonces.

—Veinte, bueno, los cumplo la semana que viene.

—Me acabo de dar cuenta de que no sé cómo te llamas.

—Soy Dahlia, Dahlia Allen.

—¿Cómo la flor?

—Sí, como la flor.

Vi que sonreía. Terminamos de subir las escaleras y me paré frente a la puerta de mi casa, era azul, la única de ese color en todo el edificio, la eligió mi madre para darle algo de originalidad.

Cantando a las estrellas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora