Capítulo 17

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Había una vez un hombre

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Un nueva entrada me engulle, transportándome a un lúgubre pasillo iluminado apenas por antorchas agonizantes que titilan en las paredes. Recorro su extensión con cautela, mis pasos resonando en el silencio sepulcral.

Al final, una imponente puerta de hielo se alza ante mí. La duda me invade antes de tocarla, pues no presenta cerradura alguna. Con timidez, extiendo mi dedo índice sobre su superficie gélida, y el hielo cruje en respuesta. Mi reflejo se distorsiona y se fragmenta en mil pedazos a mis pies.

Al traspasar el umbral, un espectáculo deslumbrante se despliega ante mis ojos. Candelabros de hielo, esculpidos con maestría, penden del techo, lanzando destellos iridiscentes sobre las paredes también hechas de hielo sólido. La luz se refracta en el cristal congelado, creando un caleidoscopio de colores que hipnotiza y maravilla.

Avanzo por el lugar y una escalera construida del mismo material frío se eleva, desapareciendo en las alturas. Comienzo a ascender, pero al posar mi pie sobre el hielo, la bota resbala traicioneramente. Me aferro con fuerza a la barandilla para evitar una caída abrupta.

Mientras avanzo, el frío cala cada vez más profundo, hiriendo las palmas de mis manos que se aferran al hielo. Mis dientes castañetean sin control, pero con una fuerza interior que ignora el dolor, logro alcanzar el último escalón.

Llego a la siguiente puerta y la abro sin dudarlo. En el interior me encuentro con una vasta extensión de agua cristalina, como un lago. Piedras de cuarzo brillan bajo la superficie, emitiendo una luz tenue de tonos azules y verdes que crea una atmósfera surrealista.

Sin embargo, la belleza se desvanece cuando intento caminar sobre las piedras para bordear el agua. Mis pies resbalan y caigo, golpeando una de mis rodillas. Intento salir del agua, pero las rocas resultan ser tan tremendamente resbaladizas que mis pies y manos no encuentran agarre. Agotada tras varios intentos fallidos, comprendo que la única forma de avanzar es nadar.

Me sumerjo en el agua fría, que me envuelve como una mortaja. A medida que avanzo a nado, unas criaturas extrañas emergen de las profundidades, observándome con detenimiento. Son una grotesca personificación de las sirenas, con cuerpos escamosos de un gris ceniza y rostros deformes: ojos saltones y bocas llenas de dientes afilados. Ellas no me atacan, solo me flanquean en un silencio inquietante, cada uno de mis movimientos escrutado por su mirada inexpresiva.

Tras una agotadora travesía, por fin llego al final del camino submarino. Una puerta de metal, aparentemente oxidada y cubierta de algas, se erige como el último obstáculo. Con un último acopio de energía, empujo la puerta con todas mis fuerzas, pero esta permanece inmóvil. La frustración y la desesperación comienzan a invadirme mientras mis esfuerzos resultan inútiles.

Cada intento fallido por abrir la puerta consume aire precioso de mis pulmones. Siento cómo mi cuerpo comienza a rebelarse, mis músculos se fatigan y mi mente se nubla. La necesidad de oxígeno se vuelve imperiosa, y mi único anhelo es alcanzar la superficie y respirar aire fresco.

En un último intento por escapar, impulso mi cuerpo hacia arriba, luchando contra la presión del agua. Sin embargo, mis esfuerzos se ven frustrados por las colas de las sirenas, que se enredan en mis piernas como serpientes, impidiéndome ascender. Sus cantos hipnóticos resuenan en mis oídos, confundiéndome y debilitándome aún más.

En el momento álgido de mi desesperación, cuando la oscuridad y la asfixia amenazaban con consumirme, un destello de luz plateada irrumpe en las profundidades. El colibrí, con su plumaje brillando como un faro en la penumbra, desciende en picada hacia el agua. Se posa sobre la puerta de metal oxidada y con su diminuto pico, como un cincel, toca la cerradura con un leve roce. La puerta, que había resistido mis esfuerzos desesperados, cede ante el toque del colibrí, abriéndose de par en par.

El campamento de los reyes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora