Capítulo 18: Final

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Tal vez en primavera

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Narrador omnisciente

En el fragor de la conversación entre Genevieve y Dalot, los fantasmas oscuros del rey de tréboles aprovecharon la distracción para agruparse. Sigilosos, se mezclaron entre las sombras, listos para atacar por la espalda.

Las voces de los presentes se cortaron abruptamente, silenciadas por el mismo poder que emanaba del rey. Nueve de corazones, ajena a la amenaza que se cernía sobre ellos, no percibió los movimientos furtivos en las sombras.

Todos habían cometido el mismo error: dar la espalda al enemigo y dar por sentado que estaban a salvo. A causa de ese error imperdonable, Genevieve yacía tendida en el suelo, su cuerpo rodeado por un charco de su propia sangre que brotaba sin cesar de su pecho. Haru, Jerrold, Cali y Nurt presenciaron la escena atónitos, incapaces de procesar lo que veían ante sus ojos. La conmoción los paralizó, congelando sus intentos de huida.

Dalot, por su parte, yacía aún recostado contra la pared, debilitado pero con un hilo de vida que lo mantenía aferrado a la existencia. Sumido en un estado de inconsciencia, ajeno a la tragedia que lo rodeaba, fue encontrado por un grupo de soldados de su reino, quienes lo trasladaron al palacio con premura.

Los demás permanecen en el salón, acorralados por el aura tenebrosa que emana del rey. Este pasea con arrogancia entre ellos, meditando sobre el destino de los intrusos. Eliminarles sería una tarea sencilla, una mera extensión de la sangrienta purga que ya han llevado a cabo. No, el rey tiene algo más planeado, un castigo que les haga pagar con creces su atrevimiento y les haga lamentar el día en que pusieron un pie en su territorio.

—Enciérralos en una celda con ventana —ordena el rey—. Que sus ojos contemplen la libertad que han perdido y que anhelen, en vano, lo que ya no les pertenece.

Los prisioneros son conducidos al calabozo. Con pasos pesados y resignados, atraviesan la puerta marcada con el símbolo del trébol. Las mordazas sofocan sus gritos y las ataduras aprisionan sus manos, símbolos de la libertad que se les ha arrebatado.

Los pasillos del calabozo se retuercen como un laberinto sin fin, esculpidos en piedra fría y húmeda. El aire espeso y rancio, impregnado del aroma a podredumbre y desesperación, oprime los pulmones con cada inhalación. La única sinfonía que rompe el silencio es el eco metálico de las botas de los guardias, resonando como un latido amenazante en las paredes de piedra.

Las celdas, antros infectos donde la miseria y la desesperación han hecho su morada, apenas conceden el espacio suficiente para que un hombre adulto pueda sentarse o yacer en el sucio suelo. Las paredes, impregnadas de una humedad fétida, están tapizadas por una densa capa de moho que ennegrece la piedra, como si la propia oscuridad se hubiera materializado en ellas.

En el interior, yacen los prisioneros, personas demacradas y harapientas, consumidos por la desolación. Algunos, sumidos en un letargo inducido por el agotamiento, buscan refugio en el sueño. Otros, en cambio, murmuran para sí mismos palabras incoherentes, sus mentes vagando por los laberintos del delirio, víctimas de la crueldad y el encierro.

Un escalofrío glacial recorre la espina dorsal de Haru, Jerrold, Nurt y Cali, quienes no albergan ninguna duda: ellos serán los siguientes en sufrir la crueldad inimaginable que se esconde entre esas paredes.

—He escuchado que el calabozo del reino de tréboles es un lugar donde el sufrimiento y la desesperación son el pan de cada día —susurra Cali—. Dicen que solo los más insensatos podrían mantener la calma en este infierno.

El campamento de los reyes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora