CAPITULO 7

104 31 9
                                    

TAEHYUNG

—Hombre, es una bebé feliz. —Sonrío a Bahiyyih mientras se sienta en la manta doblada y juguetea con sus juguetes... sí, otra compra. ¿Cómo no voy a comprarle juguetes? Podría encariñarme. Esto podría ser un problema.

—Sí. No tengo ni idea de dónde ha sacado eso. —Levanto la vista hacia Seokjin desde mi posición en el suelo con Bahiyyih y lo veo mirándola con tanto maldito amor en los ojos.

Seokjin es precioso. Tiene sus pomposos labios curvados en una pequeña sonrisa, los pómulos afilados y el pelo rubio le enmarca su perfecta cara a la perfección. Pero no sólo eso, también es una buena persona. No sé qué lo trajo aquí, ni qué lo llevó al refugio, pero quiere a su hija más que a nada, y eso se nota. También es muy bueno en el gimnasio, sabe mucho y ayuda. Okey... puede que después de dos semanas me esté encariñando un poco con los dos.

Miro a la preciosa niña que ya tiene seis meses. —¿No de su madre? —tengo que preguntar. Su expresión se ensombrece, pero intenta disimularlo, y yo trato de aligerar un poco el ambiente. —Oye, he esperado dos semanas enteras para volver a sacar el tema.

No sonríe, pero su expresión se anima un poco. —Irene.

—Irene—, digo el nombre en voz baja, jugando con el juguete de Bahiyyih hasta que me lo quita de la mano y lo hace sonar, haciendo todo el ruido que puede.

—La conocí en una casa de acogida. —Se me aprieta el pecho al oír eso, pero mantengo la boca cerrada. —Ya te dije que mis padres no estaban bien de la cabeza. No pudieron arreglárselas para mantener mi custodia más allá de los cinco años. Fui dando tumbos y a los catorce conocí a Irene.

—¿Ella también estaba en el refugio? —Me levanto del suelo y me siento en el sofá con él.

—Sí, pero no tanto tiempo como yo. Nos conocimos en una casa de acogida, donde nos dejaban entre colocaciones más permanentes.

—¿Los hogares de grupo son mixtos? —No sé mucho sobre el sistema de acogida, pero no lo creía.

—Todo estaba lleno. Tuve suerte de conseguir una cama allí esa noche, pero me trasladaron rápidamente. No teníamos móviles ni nada, pero me las arreglé para seguirle la pista a Irene.

Oigo el dolor en sus palabras y casi le digo que pare, pero mi curiosidad es demasiado grande. ¿Quién es ella? ¿Por qué no está aquí ahora? ¿Cómo pudo dejar a Bahiyyih y a Seokjin? Seguro que no fue su elección.

—Cuando terminamos el instituto, nos mudamos a nuestra propia casa. Un estudio de mierda en un barrio horrible, pero era nuestro. Bueno, nuestro de alquiler—, dice con una sonrisa triste. —Conseguimos trabajo en un pequeño casino y nos iba muy bien. Era más estabilidad de la que nunca conocimos.

Escucho, asintiendo lentamente mientras mis ojos se desvían hacia la bebé, tumbada sobre su vientre, ahora profundamente dormida. Me sorprende que se haya dormido tan de repente y me giro hacia Seokjin, sin querer cambiar de tema ahora que por fin me habla... pero, ¿en serio? ¿Es normal?

—¿De verdad se ha quedado dormida jugando así?

Mira a Bahiyyih con esa dulce mirada que solo reserva para ella y luego vuelve a mirarme a mí. —Ah, sí. Totalmente normal. Juega mucho y duerme mucho.

Sonrío y siento que me invade una oleada de nervios por haber estropeado el momento. Aun así, tenía que comprobarlo. —Continúa, por favor—, digo, apenas reconociendo mi propia voz porque es muy baja. Tengo tantas ganas de oír los detalles de su vida.

—A Irene siempre le gustó ir a fiestas. Incluso cuando teníamos catorce años, bebía todo lo que podía. Yo la acompañaba. Me daba mucho miedo pensar en ella en esos sitios y en lo que podía pasar... —Traga saliva, con la nuez de Adán moviéndose en su garganta, y oigo la preocupación en sus palabras. —Pero cuando tuvimos nuestra propia casa... parecía estar mejor. Más en paz.

Me mira, como si pensara que lo que ha dicho no tiene sentido. Pero yo lo entiendo y se lo digo asintiendo con la cabeza. Estamos sentados cerca en el sofá y cada parte de mí quiere acercarse. Consolarlo de alguna manera. Pero no me muevo.

—Pero entonces, las cosas empezaron a cambiar. No sé exactamente cuándo. Empezó a faltar al trabajo. Estaba malhumorada. No quería hacer nada. Pensé que tal vez estaba deprimida...

Lo escucho, con el corazón encogido.

—Un día la encontré en nuestro apartamento. Aproveché mi descanso para ir a verla porque no había ido a trabajar. —Su voz está tensa. Quebrada. —Estaba desmayada con una aguja en el brazo.

—No hace falta que sigas—, le digo, casi temeroso de adónde conduce esta historia.

—Creía que se había ido. —Está pálido y me acerco a él, casi sin querer. —Pero se despertó. Drogada y totalmente ida, pero viva. Resulta que llevaba un tiempo drogándose. Y yo no lo sabía.

—¿Era adicta? —Pregunto en voz baja.

Asiente con la cabeza. —Sabía que seguía bebiendo mucho. No tuvo una buena infancia. Era... —traga saliva y se aclara la garganta —mala. Muy mala. Sé que recurría al alcohol para tranquilizar su mente, pero nunca lo vi venir. Me prometió que lo dejaría, que podría controlarlo. Intenté ayudarla. —Sus ojos se dirigen a su hija, que sigue durmiendo, y luego a mí. —La llevé a reuniones. Mejoraba, pero luego volvía a caer.

—La adicción es difícil de superar. —No se lo digo, pero he trabajado mucho como voluntario en centros de acogida y he conocido a mucha gente que lucha contra la adicción. Es doloroso verlo porque sabes que quieren superarlo, pero algunos simplemente no pueden. Algunos sólo pueden encontrar la paz del infierno que les asola en ese colocón. Es lo único que acalla sus pensamientos.

—Peleábamos mucho. Se iba durante días, pero siempre volvía. Y cuando volvía sobria, yo veía a su verdadera Irene, la que siempre estaba a mi lado y me quería.

Asiento con la cabeza y le agarro la mano, temiendo que se aleje, pero necesitando que sienta mi comprensión. No se aparta de mí. Me deja agarrarle la mano y suspiro aliviado.

—Cuando me dijo que estaba embarazada, nunca había sentido tanto miedo. —No me lo puedo imaginar. —Me juró que estaba limpia y que seguiría así. Siempre había sido tan cuidadosa. La idea de tener un bebé la aterrorizaba. Pero llevaba meses sobria y me equivoqué.

Miro a la dulce bebé dormida, con su mejilla regordeta pegada a la manta, y luego vuelvo a mirarlo a él y sonrío. —Es perfecta.

Él esboza una pequeña sonrisa y asiente solemnemente. —Sí, supongo que el universo lo sabía mejor que yo e Irene lo hizo muy bien. Se mantuvo sobria. Bebió mucha agua y comió sano. Fue a todas sus citas. Pensé... —Se le quiebra la voz y lo atraigo hacia mí en un abrazo lateral. Me sorprende apoyando la cabeza en mi hombro sin dejar de agarrarme de la mano. —Pensé que quizá el bebé la había curado de un modo que ninguna otra cosa podría. Tenía tantas malditas esperanzas.

—¿Qué ha pasado? —pregunto con cautela.

No habla, pero todo su cuerpo se pone rígido junto al mío. —Se ha ido.

El corazón se me oprime en el pecho y no quiero obligarlo a decir nada más. Aliso mi mano sobre su pelo y dejo que se recueste contra mí, intentando no respirar el aroma de su champú, intentando desesperadamente no encariñarme demasiado con este hombre dulce y roto. Porque me conozco, y eso es lo mío. Quiero mejorar las cosas. Pero juro que empezó sólo queriendo ser su amigo. Ayudarlo. Pero cuando le acaricio el pelo y pienso en todo por lo que ha pasado, sé en mi corazón que es mucho más. Y eso... es un gran, gran problema.

*****

ABANDONADO (Libro IV)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora