Capítulo 7. Confesiones

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Addison siempre anheló tener una hermana.

Durante su infancia, Archer era su compañero perfecto de aventuras, con el que solía divertirse y a menudo meterse en problemas.

Con él podía hacer largos recorridos en bicicleta por los viñedos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, o comer de contrabando las uvas que aún no estaban maduras de las parras. La adicción al sabor ácido de aquellas frutas les desataba una risa contagiosa que resonaba en el aire, haciéndolos sentir como pequeños piratas en busca de tesoros ocultos. Aunque, por supuesto, después de aquel festín, su risa se esfumaba para darle espacio a los peores dolores de estómago que existían.

Durante las tardes calurosas de verano, ella podía jugar con Archer a las escondidas en el establo de los caballos, donde las sombras ofrecían refugios ideales. Allí, entre los arneses polvorientos, las herraduras y los animales, el heno crujía bajo sus pies mientras corrían y se escabullían hasta sentir picazón por todo cuerpo. Y luego, los sarpullidos más tranquilos que les aparecían en los brazos les duraban una semana entera.

Con él, ella podía quedarse horas chapoteando en la piscina. Addison, con su cabello enredado en una melena espesa, competía con fervor contra su hermano, desafiándolo a mantener la respiración debajo del agua el mayor tiempo posible. No era raro que sus dedos se convirtieran en pasas de uva al final de esas maratónicas sesiones, que solo eran un recordatorio más de lo que ambos estaban dispuestos a hacer por ganar.

Con él, ella podía hacer intensos torneos de tenis que duraban todo el fin de semana. La cancha de tenis en su jardín era una extensión natural de sus personalidades competitivas. Durante horas, las pelotas rebotaban de un lado al otro, en un torbellino de gritos, risas y dramatismo. Cada punto ganado era celebrado como un grand slam, y la derrota era recibida solo con un espíritu de lucha que invitaba a un nuevo encuentro.

Addison no podía negar que se divertía con él; sin embargo, no era lo mismo que una hermana. Ella sabía que habían cosas que nunca podría hacer con su hermano.

A Archer no le gustaba jugar a las muñecas, ni cuidar a los bebés de juguete, ni organizar una fiesta de té en el jardín con los peluches, ni mucho menos disfrazarse de bailarina clásica o pintarse las uñas con esmaltes de mentira. Porque, en esa época, esas eran meras cosas de niñas.

Además, él era mucho más popular que ella en todos los ámbitos. La mayor parte del tiempo –sobre todo cuando no estaba ocupado jugando con la solitaria de su hermana–, él estaba rodeado de amigos. Y ella los miraba a lo lejos, manteniéndose siempre al margen. Porque las niñas –especialmente las molestas hermanas menores–, tampoco podían jugar a los juegos de niños.

Por eso Addison quería una hermanita. Cada vez que se aburría o se sentía sola, aquella idea emergía y su corazón se llenaba de esperanza e ilusiones. En su mente, ella trazaba escenarios perfectos: tardes compartidas en el jardín, confidencias susurradas entre juegos, complicidad en cada rincón de su hogar. Serían mejores amigas que compartirían muñecas, vestidos, zapatos de tacón. Se peinarían y maquillarían la una a la otra. A veces, incluso soñaba que su nueva hermana tendría el cabello rojo como el suyo, y ella ya no sería la única en la familia con aquel extraño color que la hacía sentirse diferente a los demás.

—Tres hijos son multitud, cariño —solía responder Bizzy cada vez que ella abordaba el tema, con una firmeza que dejaba poco espacio para la discusión.

Aquella respuesta se transformó en un mantra que acompañó a Addison a través de los años, haciendo que su ilusión poco a poco se fuera apagando. Ella sabía que por más de que le rogara, su madre no cambiaría de opinión. Le resultaba imposible imaginar a Bizzy embarazada de nuevo. De hecho, ni siquiera sabía cómo ella había accedido a pasar por eso dos veces, por lo que su propia existencia le resultaba un milagro.

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