7. Las perfusiones de un encanto perdido

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Estaba convencida de que a partir de ahora tendría que vivir como una solterona por el resto de mi vida, pero lo aceptaría con gusto puesto que había sido por mi propia decisión. Sabía bien que mi reputación estaba dañada, puesto que el rumor de que había pasado la noche con un hombre sin estar casada, de alguna forma, había llegado a oídos de toda la sociedad.

No podía salir de casa, no quería salir de casa. Escuchar los murmullos entre la gente molestaba; sin embargo, la satisfacción de saber que había podido elegir algo de mi vida por fin lo compensaba un poco.

Sin contar el castigo que me llevó más de una semana aceptarlo, claro está.

—Tieran no es malo, Aurelia —comentó Irenne después de contarle lo que había ocurrido. De alguna manera, todos a mi alrededor habían comenzado a darme reprimendas y consejos que sinceramente no servían de mucho. ¿Por qué tendría que casarme con alguien a quien apenas conozco solo por quedar atrapada bajo la tormenta con él?

—Mi punto es que ellos no tienen por qué decidir lo que debo o no hacer con mi vida. Si no me quiero casar debería estar bien —repliqué.

Irenne me miró como si acabara de decirle una ofensa. Presioné mis labios entre sí. Bien, quizá me había pasado un poco con ello, pero en mi defensa, aún continuaba molesta.

—Lo siento —murmuré—: No quería referirme a eso.

—Lo sé y no puedo culparte por no querer lo mismo que el noventa por ciento de las mujeres de hoy en día. Yo en su momento también me lo cuestioné, pero, luego de conocer a Antoine... todo cambió.

Alguien tocó la madera de los bordes de la puerta y ambas giramos la cabeza. El mayordomo de la casa se aclaró la garganta.

—El carruaje ha llegado, señorita.

Irenne se marcharía de regreso a su hogar hasta el invierno y mi madre me había dado la oportunidad de despedirme de manera breve. Ella asintió y se puso de pie. Acomodó su vestido y justo antes de irse dijo:

—Debes saber... —Clavó sus ojos en los míos—: Que el señor Rhodes me ha preguntado por ti durante todo el mes.

...

Aquella noche apenas pude pegar un ojo.

¿Por qué el señor Rhodes había preguntado por mí? ¿Por qué no podía tan solo dejar las cosas como estaban? ¿Qué tenía que hacer para que lo hiciera?

Me removí en la cama una vez más y golpeé con mi brazo una de las velas sin querer. Esta cayó al suelo, pero logré apagarla antes de que el fuego se extendiera por la alfombra de piel. Luego, con la respiración agitada, me senté en el suelo con las piernas cruzadas. Soplé el mechón de cabello que se me atravesó por los labios y miré hacia la ventana.

No podía ser.

Aquello que sentía no podía ser real.

No quería admitirlo en voz alta, pero había caído por él desde que lo vi en aquella terraza bajo las estrellas. Recosté mi cabeza contra el colchón y cerré los ojos.

¿Qué haría ahora?

Debía...

Debía decirle lo que sentía.

Me levanté con rapidez y me acerqué a mi escritorio.


Ecos de un verano fríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora