18. El presagio del eterno rocío

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Cuando era niña, solía pensar que los besos eran la afección más extraña del mundo. Que a nadie le gustaría compartir gérmenes con el otro, por alguna razón, tenía la idea de que eran horribles. Hasta que tuve mi primer beso.

El toque de Tieran se sintió justo como lo hizo ese; cálido, fugaz, como si se tratara de ese destello de luz que dejan los cometas al pasar. Me encantaba la sensación que dejaban sus brazos y el delirio del beso que parecía ser eterno.

—Dime que no quieres volver a cuando perseguíamos el atardecer —murmuró a centímetros de mí—: Dime que no extrañas los días inmortales donde corríamos por la playa hasta que nos dolieran las piernas y el sol se ocultara.

Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero todavía no sabían si se trataba de felicidad o de tristeza.

—Fueron los mejores días de mi vida —susurré con voz ronca y miré sus labios—: Pero no sé si seremos suficiente para alcanzarlo. —Lo miré a los ojos y supe que las mejores cosas de la vida eran del color del cielo después de una tormenta y su corazón parecía ser la estrella más grande de todas. Deslicé mi mano desde su hombro hasta su pecho, con lentitud, no podía verla, pero sabía que justo ahí donde su corazón iniciaba, estaba su cicatriz.

Y no me refería a la física.

—Habría estado contigo —dije después de un momento—: Te habría perseguido de haberlo sabido y habría estado a tu lado todo ese tiempo.

Su mano derecha se posó sobre la mía.

—Vi a mi madre durante la operación, soñé con ella todo el tiempo y recuerdo con exactitud cada una de las palabras que me dijo: «Existen en ese mundo para estar juntos, por mucho que lo intenten, los amores de la vida siempre terminan encontrándose de alguna u otra forma».

—No puedo imaginarme cuanto debes extrañarla.

Sonríe de lado.

—Hablo con ella cada día. —Mantiene su mirada sobre la mía por un par de segundos más—: Ella te adoraba, ¿lo sabes? Siempre hablaba de lo buena que eras conmigo, con mis hermanos. Creo que para ella fuiste la hija que nunca tuvo.

—Tu madre siempre fue una mujer excepcional, es admirable todo lo que hizo como persona y como madre.

Nos quedamos en silencio por un par de minutos. Minutos en los que Tieran comenzó a jugar con mis dedos, parecía tan concentrado que tenía miedo de moverme y distraerlo, porque de esa forma podía observarlo a detalle.

—¿Sabes que siempre me contó historias sobre personajes que según ella y mi abuelo existieron en algún momento?

—Sabía que le gustaba contar historias porque a los mellizos y a mí siempre nos contaba leyendas y cosas así.

Para ese momento, tenía mi cabeza apoyada contra su hombro.

—Pero... ¿Alguna vez te contó la historia de nombre?

Elevé una ceja.

—¿A qué te refieres?

Tieran se pasó la lengua por el labio inferior y apoyó la cabeza contra el respaldo de la silla.

—Hace mucho tiempo...

...

OTOÑO

París – 1823

«Nunca pongas en duda la intuición del corazón».

Esa era la frase que mi madre me decía cuando era niña, esa fue a la frase que escribí al borde de aquella carta que tomaría semanas en llegar a su destino. Decir que estuve calmada era una gran mentira y creo que mi madre pudo notarlo con bastante facilidad.

Le había confesado todo lo que sentía al señor Rhodes en esa carta y parte de mí sentía que se estaba muriendo por ello. Todo parecía tan repentino; sin embargo, en el fondo de mi corazón sabía que lo había amado desde la primera vez que lo vi.

Una tarde, de esas lluviosas que a mi hermano pequeño tanto le gustaban, alguien tocó la puerta con tanta fuerza que se escuchó hasta las caballerizas. Yo bajaba las escaleras cuando el mayordomo se acercó para abrirla. Vi el reflejo de la luz del exterior en el suelo de madera de roble pulido y escuché un par de palabras.

—¿Se encuentra la señorita Sallow?

Mi mano quedó congelada sobre el agarradero de la escalera y mis ojos viajaron directo hacia esa figura que ahora se encontraba en el recibidor. Esas dos perlas grises me miraron como si lo hicieran por primera vez.

—Señorita Sallow... —Hizo una ligera reverencia a manera de saludo. Por mi parte, imité su gesto, aún de pie a mitad de la escalera.

—¿Me concedería un par de palabras?

Miré al mayordomo que esperaba pacientemente detrás del señor Rhodes y este se retiró de inmediato.

—¿De qué desea hablar, señor Rhodes?

—Preferiría que no me llamaras así —pronunció con rapidez y dio un paso al frente, luego junto las manos detrás de su espalda—: Señorita Sallow, debe imaginarse la razón por la estoy aquí.

—Me temo que no —mentí.

—Estoy aquí para resolver los asuntos que dejé pendiente hace un par de semanas, esos de los que me excluyeron por completo porque al parecer mi palabra no tenía valor alguno.

—Señor Rhodes...

—Tieran, mi nombre es Tieran.

—Señor Rhodes, me parece que sus intenciones de hace un par de semanas fueron de lo más precipitadas y, ¿sabe lo mal que está el mundo como para seguir tomando decisiones apresuradas?

—Estoy en desacuerdo con usted, señorita Sallow. —Dio un paso al frente y subió uno de los escalones—: Una decisión apresurada proviene de una necesidad, de cualquier otra forma la gente se sentaría a discutirla por tantas horas que acabarían olvidándose del objetivo principal.

—¿Y cuál es ese objetivo principal?

Algo brilló en sus ojos, de pronto me dio la impresión de estar viendo a un niño al que acababan de darle un nuevo juguete para entretenerse durante el invierno.

—Desposarla —susurró a pocos centímetros de mí. 

Ecos de un verano fríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora