Capítulo 1: Diablo, el ladrón de comida.

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Sábado 14 de julio del 2018

Damián.

Siento una vibración proveniente del bolsillo derecho del pantalón. No me molesto en revisar mi teléfono celular, no solo porque tengo las manos ocupadas en la correa de mi pitbull, sino porque sé sin la necesidad de mirar la pantalla, que es Tomás diciendo estupideces.

Diablo avanza un poco más y voy tras él entre los árboles y la poca gente que hay en la plaza. El día está ventoso y, aunque de vez en cuando el sol trae un poco de tibieza, el frío se siente a través de la ropa.

Me vine un poco desabrigado.

Otra vez me vibra el celular, así que rebusco en mis bolsillos procurando no soltar la correa.

Enciendo la pantalla y verifico que, efectivamente, es Tomás quien me habla.

Tiene una habilidad maravillosa para romper las pelotas. Hoy, como cosa rara, se despertó temprano. Cabe aclarar, que temprano para Tomi, en un fin de semana, son las once y media de la mañana, y desde esa hora que está mandándome mensajitos contándome que su mamá desayunó un batido, que su abuela fue a la feria a comprar plantas nuevas y otras tantas cosas que no me interesan para nada. Sé que inicia conversaciones así cuando quiere pedir favores, por eso no me sorprendió en absoluto que se quisiera beneficiar de mi vehículo.

«Pollo vas a estar esta noche en tu ksa?»
«Me llevas a un lado con el auto? :)»

Le contesto un «Sí» con dificultad, porque Diablo tironea para avanzar más rápido. Guardo el celu en el bolsillo y sigo caminando tras mi perro. Una señora mayor nos pasa por al lado y noto su gesto de miedo. No logro descifrar si le aterra Diablo, que es todo fibra y músculo, o le espantan los expansores de mis orejas. De igual manera, sigo caminando ignorando su mueca.

La respuesta de Tomás me llega rápido, lo que me hace pensar que debe ser importante para él ir esta noche a donde sea que quiera ir. No vuelvo a sacar el teléfono. Ya lo leeré más tarde.

Él no quiere aprender a manejar y mucho menos comprar un auto propio.

Angi y yo le dijimos que administre mejor su dinero y lo invierta en cosas útiles, pero Tomás va a ser un adolescente eterno, no importa la edad que tenga.

Llama mi atención que el celular vibra varias veces más. Miro a mi perro que levantó la patita en un árbol para marcar territorio y, cuando termina de orinar, lo conduzco hasta un banco de plaza que está justo en la sombra.

Sentado ahí voy a poder enfocarme mejor en la conversación con Tomi.

Diablo se recuesta a mis pies, con la lengua afuera y su típica sonrisa de chico bueno, mirando a su alrededor, con la baba colgando.

Mientras que saco mi teléfono del bolsillo una vez más, siento una conocida punzada en la rodilla derecha, lo que me hace extender la pierna para mayor comodidad. El viento frío y húmedo no ayuda a mis dolores.

Si me viera Tomi, me tomaría el pelo con que estoy viejo.

Irónico, teniendo en cuenta que lloró abrazado a una botella de vino tinto cuando cumplió treinta.

Junto las cejas al comprobar que no me habló solo Tomás, también tengo un mensaje de texto de un número sin agendar.

Sí. De texto. Como si estuviéramos en los 2000.

Decido primero contestarle a mi amigo; de seguro el otro mensaje es alguna promoción o encuesta.

«Alabado seas pollito lindo»
«Después te compro algo x la buena onda»

De tinta y caramelosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora