Capítulo 2: Hogar, destrozado hogar

126 23 71
                                    

Tras esa risa se rompió el hielo. Ella se sirvió una porción de pizza y me invitó con un gesto a que yo también tome una. Al final accedí.

No quise verme desagradable al rechazar una vez más su invitación.

Inevitablemente, mientras comíamos surgió una charla. Fue ella quien inició la conversación, sin embargo, el hecho de que casi no haga contacto visual la deja en evidencia. No está del todo cómoda.

―A mi mejor amiga le gusta la pizza con piña ―Hago un gesto de asco que la hace sonreír.

―Yo nunca la probé ―dice ella―, así que no puedo juzgar.

―Es un asco, no la pruebes ―digo para generar conversación.

―No sé ―Se encoge de hombros. Su mirada va de la pizza a Diablo, de Diablo a la mesa, de la mesa a sus manos pero casi nunca se detiene en mis ojos―. Mi mamá hace pizzas raras y no son nada feas.

―¿Vivís con ella?

―Sí y con mis hermanos ―responde― ¿Y vos?

―Solamente con Diablo ―contesto mirando a mi perro que está mordisqueando su segunda porción de pizza.

Tamara deja el tronco de la porción que estaba comiendo sobre la mesa y toma otra.

―Debe ser aburrido.

Es mi turno de levantar los hombros dubitativo.

―Meh, tenemos nuestras aventuras ―bromeo.

―¿Eso es producto de alguna de sus aventuras? ―pregunta señalando su cara a modo de espejo.

Indica un punto bajo su pómulo derecho. El punto donde, en mi rostro, luce una cicatriz en sentido vertical, notoria.

En general, el pelo me la tapa, pero hoy uso un rodete bajo y sé que destaca. Acomodo la cabeza sobre mi mano, en apariencia despreocupada, cubriendo apenas esa deformidad en mi cara.

No es muy grotesca. Pero desde siempre las miradas fueron a parar ahí en lugar de a mis ojos.

―Más o menos ―contesto sonriendo de lado.

―¿Y eso? ―Sus ojos ahora sí miran con atención hacia mí. Están fijos en mis manos y un indicio de sonrisa está traspasándole el rostro.

―¿Qué?

Me miro las manos por ambos lados intentando encontrar algo raro. Están normales.

―¡Los tatuajes! No te los había visto.

―Ah.

Acerco mis manos hacia ella, extendiendo los brazos por encima de la mesa para que pueda apreciarlos mejor. No puedo decir que mi cuerpo luce los mejores diseños, muchos me los hice siendo muy chico y otros tantos me los tatuaron practicantes inexpertos. Sin embargo, tengo más de un tatuaje que me llena de orgullo.

Los de las manos están algo deteriorados, adornan los dorsos, nudillos y dedos. Ella toma mis manos entre las suyas, chiquitas, para acercarlas mejor a su cara.

A comparación de mis manos, las suyas, lucen muy blancas, sin tinta, sin manchas. Están llenas de anillos y tiene las uñas pintadas de distintos colores estridentes. Entorna los ojos como si, a pesar de sus grandes anteojos, no viera un carajo.

―¿Qué son? ¿Flechas? ―pregunta extrañada.

Asiento con la cabeza a la vez que ella me suelta las manos. Ahora me está mirando el cuello. Sé que ve los otros patrones de tinta que suben desde mi pecho y sobresalen de mi ropa. No hace ningún otro comentario. En parte es porque está viendo un bajo porcentaje de mis tatuajes; si el día no estuviera tan fresco y, por ende, yo no anduviera tan abrigado, seguramente seguiría analizando mis brazos, clavícula o lo que sea que quedara a la vista.

De tinta y caramelosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora