Chapter 1

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Jamás hubiese imaginado encontrar consuelo en algo tan simple como la oración: arrodillada frente a su cama, con un rosario envuelto entre sus manos, musitaba las mismas palabras que había aprendido cuando era una niña. Palabras que se suponían ser dulces se mezclaban en sus labios con lágrimas saladas, las cuales resbalaban por su rostro y reflejaban las llamas crepitantes de las velas en su habitación.

<< Una estructura construida de piedra bajo amenazas de muerte no era suficiente refugio si el verdadero peligro estaba puertas adentro. >>

Sus pensamientos se nublaban, ya ni siquiera pensaba con claridad. Las palabras se enredaban en su lengua y salían como balbuceos.  Sus rodillas crujían cada vez que atentaba moverse, aunque sea un poco. Sus manos se aferraban al rosario, pues una cadena decorada con perlas era lo único que podía salvarla de su destino. Leah, indistinta a la conversación pisos abajo, se aferró a la idea de que, para el próximo amanecer, sus padres habrían cambiado de opinión.

—No puedo creer que tu hija sea tan desagradecida, ¡este matrimonio es una gran oportunidad! —. Su madre agitaba sus brazos por el aire, exasperada.

—Creo recordarte que ese carácter es propio tuyo —susurró su padre antes de mover una de las piezas de ajedrez en el tablero.

La mujer, molesta, se levantó de su asiento, balanceando su larga falda por el lugar.

—¿Sabes cuántas mujeres estarían felices de hacer esto?

—Tiene 18 años. No puedes pretender que salte de alegría —. El rey hizo un ademán para que su esposa continuara con el juego.

—¡Es un rey! ¡El rey de Jerusalén!

—Está enfermo.

La reina, quien siempre solía tener la última palabra en ese tipo de discusiones, quedó atónita. Movía sus labios en busca de algún argumento, pero no emitía ningún sonido. Enojada, volvió a su asiento y continuó con la danza de sus piezas blancas sobre el tablero cuadriculado.

—Leah es apenas una niña, no tiene idea de los problemas de nuestro reino, Juana.

—Tu sobreprotección es lo que hoy está matándola.

—Al igual que tu insistencia —retrucó molesto. 

—La defiendes demasiado. Debería comportarse de acuerdo a lo que es: una princesa, la prometida del rey... ¡La próxima reina de Jerusalén!

El rey suspiró, realmente amaba a su mujer, pero forzaba a su hija demasiado.

—Aún no lo conoce, ¿cómo pretendes que lo ame?

—Ya hemos hablado al respecto, Guillermo —. La reina explicó. Ambos recordaban el tratado que habían firmado con Baldwin meses atrás; se le concedería la mano de su única hija en matrimonio como una muestra de paz entre ambos reinos, pero ella debería conocer acerca de la enfermedad que acababa lentamente con el rey—aunque ellos decidían hacer caso omiso a esa parte—.

—Creo que he de recordar aquella venta —espetó irónico.

—No la vendimos.

—¿¡Entonces qué hicimos?! ¡La ofrecimos a un hombre que está en su lecho de muerte!

Juana lo miró seria. Hacía muchos años que su marido no levantaba la voz en alguna discusión, sino que ese tono de voz solía reservarlo únicamente para asuntos reales.

—Jerusalén necesita un heredero... No hay ninguna otra mujer dispuesta a tomar este...

—¿¡Este qué?! ¡Es un maldito sacrificio!

𝐄𝐓𝐄𝐑𝐍𝐎𝐒 || 𝐁𝐀𝐋𝐃𝐖𝐈𝐍 𝐈𝐕Donde viven las historias. Descúbrelo ahora