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Abrió la puerta, con la furia ardiendo en sus venas y dispuesto a descargar su ira sobre el causante de sus desgracias. Pero ese sentimiento se apagó al no ser recibido por la espectacular vista de la ciudad a través de los grandes ventanales de cristal, sino por la oscuridad sofocante que llenaba el lugar.

Al encender el interruptor de las luces al lado de la puerta principal, la habitación se iluminó, revelando un panorama de destrucción que lo dejó atónito.

"¿Qué carajos?" 

Los muebles estaban volcados, con las patas apuntando hacia el techo. Las paredes, que alguna vez habían sido blancas y pulcras, ahora estaban salpicadas con manchas de vino. La alfombra estaba cubierta de fragmentos de vidrio y manchas que parecían ser de sangre seca.

Cada rincón del apartamento parecía contar una historia de desesperación y furia. La mesa de café, partida por la mitad, yacía en el centro de la sala, rodeada de botellas de licor vacías y vasos rotos. El televisor, con la pantalla destrozada, colgaba precariamente de la pared, como si hubiera sido arrancado de su soporte en un arrebato de ira. Incluso las cortinas, que antes era elegantes y sofisticadas, estaban hechas jirones, colgando lamentablemente de sus rieles.

El aire estaba cargado con un olor acre, una mezcla de alcohol derramado, y algo más indefinible pero igualmente repulsivo. Cada paso que daba producía un crujido bajo sus pies, ya fuera por los trozos de vidrio o por los restos de objetos rotos que cubrían el suelo.

No vio ningún cuerpo a la vista que sugiriera un crimen, así que desechó la idea al instante. Además, este apartamento se encontraba en la Corte Metropolitana de Tokyo una zona exclusiva y altamente vigilada, lo que hacía improbable que un criminal hubiera entrado y atacado al dueño. Además, el chico se había vuelto fuerte y un excelente luchador; no le sería difícil lidiar con un intruso.

Lo más probable es que hubiera estado descargando su furia contra los objetos del lugar, incapaz de enfrentar a los verdaderos causantes de su sufrimiento.

No sentía pena por él, ni antes ni ahora. El motivo por el cual se encontraba aquí era para recuperar el acceso a su dinero. Había estado de compras cuando sus tarjetas fueron rechazadas por fondos insuficientes. Las miradas curiosas y las risillas lo llenaron de vergüenza. Salió hecho una furia, y esa mezcla de humillación y enojo fue el combustible que lo llevó a presentarse ante el hijo que le había prohibido acercarse.

Recordar ese momento volvió a encender su enojo. Con pasos firmes, avanzó por el desorden, esquivando botellas rotas y cristales esparcidos, hasta llegar al dormitorio principal, donde sabía que lo encontraría.

Al abrir la puerta, un olor casi insoportable lo golpeó de inmediato: una mezcla de licor añejo y la inconfundible peste de días acumulados sin bañarse. El hedor lo hizo retroceder varios pasos, tapándose la nariz en un intento por evitar el mal olor.

Si la sala de estar era un desastre, el dormitorio no se quedaba atrás. Sin embargo, lo que más destacaba eran las paredes, cubiertas de fotos de una hermosa chica. Las imágenes estaban dispersas y pegadas de manera irregular y caótica, como si alguien las hubiera colocado en un arrebato de desesperación o devoción frenética. Las fotografías mostraban a la chica en diferentes momentos y escenarios, en una, ella reía bajo la luz del sol en una playa; en otra, sostenía un ramo de flores, sus ojos brillando con felicidad. Esos instantes congelados en el tiempo parecían burlarse de la desolación que lo rodeaba.

Apartó la mirada de las paredes y lo vio. Las luces intermitentes del televisor iluminaban débilmente la figura de Ryota, que yacía en un sillón, perdido en un mundo de dolor y alcohol.

Mi hijo no será un villanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora