Cap. 1 | Acto II: El ilusionista temeroso.

Pequeño Yóquey.

—¡Ánabo!— despertó gritando Frantaliyus, en la oscuridad de la madrugada, lo cual causó cierta inquietud equina, entre los caballos y yeguas que estaban resguardados en el establo escogido por él, para esconderse durante la noche.

Fransi sudaba y temblaba, lleno de heno, y con negras y prominentes ojeras en los ojos, trágicos eventos de su pasado, hacían que hasta los más dulces recuerdos de esa vida ahora inexistente, se sintieran como terribles pesadillas... su jovialidad se había extinguido, dejando un espacio ocupado por un indetenible y constante nerviosismo.

Lloró lágrimas lentas, pesadas como la culpa que ahora llevaba a cuestas, como el deseo de poder redimirse de un pecado que solo él conocía, en el oscuro silencio de su mente.

Un caballo con voz de relinche le dijo —¿Por qué lloras pequeño yóquey?— y Fransi le respondió, con su mismo lenguaje de relinchidos—por cosas de gnomos, supongo—.

Por lo general los gnomos solo son capaces de hablar con pequeños animales de los lugares de donde provienen, como topos, musarañas, tejones, hurones, entre otros diminutos animales de los bosques, a quienes tratan como iguales, pero Frantaliyus no era un gnomo cualquiera, sino uno descendiente del clan Tiernorillo, quienes de tanto juntarse con los pueblos civilizados, terminaron por aprender a hablar con algunos de los más comunes animales domésticos y de granja.

—Trata de seguir durmiendo— Le recomendó el equino, razón por la cual Frantaliyus se volvió a poner en posición fetal entre los montones de heno, aún así no lograba dormir, daba vueltas, viejos fantasmas lo rondaban esa noche.

Al ver que no lograba conciliar el sueño, este caballo terminó por decirle —¿Quieres contarme sobre lo que te aqueja? Pequeño yóquey con cosas de gnomos, dicen que hablar siempre ayuda—.

Frantaliyus lo vio, su inquietud se calmó lo suficiente, para dibujar una salada y tenue sonrisa sobre su rostro, parecida a un garabato hecho por el desgano de la tristeza.