Bajo complicidad.

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Cualquier gnomo que viera aquella escena, de Frantaliyus hablando con su nuevo amigo equino, Capelo, hubiera quedado maravillado por ver cómo este sabe hablar con ese animal de granja, muy diferente a aquellos pequeños roedores y demás menudos mamíferos con los que son capaces de comunicarse a la perfección y con los que suelen compartir sus madrigueras, en las escondidas comunidades gnómicas de los bosques, praderas y montañas.

Por otro lado, cualquiera de raza diferente a los gnomos, hubiera pensado que Fransi estaba totalmente loco, haciendo sonidos de relinchos y movimientos extraños en la penumbra de aquel establo, porque lo que no suelen conocer es que, hablar con un animal como lo hacen los gnomos, requiere de saber emitir sonidos y hacer movimientos del lenguaje propio del animal, que para nada tiene que ver con alguno de las diferentes formas de comunicación y dialectos que existen en todo el mundo civilizado y salvaje a lo largo y ancho de todo el mundo de Arbómena.

Esa noche no era particularmente fría, había una luna que brillaba con gran intensidad en el cielo nocturno, por lo cual las calles de aquella ciudad donde estaba el establo, presentaban bastante claridad, más de la que los faroles encendidos logran proporcionar noche tras noche.

A lo lejos de vez en cuando se escuchaba bullicio, plebeyos, artesanos, comerciantes y cortesanos, que suelen aprovechar noches así, para salir de juerga sin el temor de ser asaltados por algún pícaro delincuente, razón por la cual de cuando en vez también se escuchaban pasos con cierto acompañamiento de sonidos metálicos, de guardias y centinelas que rondaban las calles para otorgar a la ciudad un extra de seguridad.

Y no solo habían sonidos de voces y marchas, también en ciertas oportunidades, la sonoridad de risas, cantos y música, se colaba entre todos los ruidos nocturnos de la ciudad, porque bardos y trovadores recorrían las calles para ir o de venir, de alguno de los múltiples espectáculos, que en aquella ciudad bastante cosmopolita se presentaban, en los tantos lugares dispuestos para eso, desde excelsos teatros hasta públicas plazas, sin dejar a un lado a una que otra taberna que también aprovechaban la movida de los artistas, para atraer clientes a sus locales.

Está demás decir, que en noches cómo esa, donde la luna se hacía cómplice del hedonista placer del derroche y la fiesta, las brisas solían transportar los típicos olores de la juerga extrema, como lo son la esencia de las bebidas alcohólicas, la orina de indecentes borrachos y el vómito de quienes beben hidromiel hasta más no poder mantenerla, dentro de su sistema digestivo.


Cap. 1 | Acto II: El ilusionista temeroso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora