CAPÍTULO 6

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«Empezaba a sentirse a salvo por mi asesinato. Sabía que la gente quería seguir, necesitaban olvidar. Se sentó tranquilo y pensó que nadie sospechaba de él. Pero había algo que mi asesino no entendió; no entendió cuánto puede amar un padre a su hijo.»

''La historia no recuerda sangre, recuerda nombres. '' Es lo que Corlys solía responder con calma cada vez que surgían murmullos sobre la falta de parecido entre sus nietos y su difunto hijo, Laenor. Era un secreto a voces que Laenor y Rhaenyra no compartían un amor romántico, pero su vínculo iba más allá de eso, se amaban como familia. A pesar de no haber compartido nunca intimidad y de que los hijos de Rhaenyra no fueran suyos biológicamente, Laenor los amaba como si lo fueran.

Trágicamente, Laenor y Harwin —el padre biológico de los niños— habían fallecido, pero encontraron en Daemon un sustituto paternal excepcional. Especialmente Lucerys, a quien dedicaba un cariño particular.

Rhaenyra y Daemon solían proteger en exceso a su hijo debido a su cuerpo menudo y a su personalidad amable, características que les llevaron a suponer el verdadero género de Lucerys: un Omega. Confirmado este hecho, Lucerys se reveló como Omega, lo que llevó a Daemon a rechazar de plano a cualquier Alfa que mostrara interés más allá de la amistad hacia su hijo.

A pesar de las opiniones que sugerían que Daemon exageraba y que Lucerys ya era lo suficientemente mayor para relacionarse sentimentalmente, él se mantenía firme en su postura. "Todavía es un niño", repetía, a pesar de que a su misma edad ya había tenido dos novias.

Era comprensible desde la perspectiva de Daemon. Había criado a Alfas: Jacaerys, Baela y Rhaena, sus hijos mayores, quienes mostraban fortaleza y determinación cuando era necesario. Sabía que no permitirían ser heridos o pisoteados, después de todo, él los había educado en esa línea.

Sin embargo, todo cambió cuando se casó con Rhaenyra y tuvo un hijo pequeño y dulce de rizos que criar. Lucerys estaba destinado a ser un Omega, y esa certeza le atormentaba la mente con la idea de que alguien pudiera lastimarlo. Lucerys era su hijo, su tesoro más preciado, y en un abrir y cerrar de ojos se lo arrebataron.

...

La primera vez que rompí la barrera, fue sin querer. Era el 23 de diciembre de 1973.

Aegon y Visenrys dormían, y mi madre había llevado a Joffrey al dentista. Esa semana habían acordado que todos los días, como familia, dedicarían tiempo a tratar de avanzar.

El 23 de diciembre, a semanas de mi desaparición y presunta muerte, papá estalló. Todo el dolor y culpa que acumuló con tal de ser fuerte para su familia, terminó ahogandoló.

Después de destrozar cada objeto a su alcance en la oficina, se arrodilló en un rincón con mi retrato entre las manos ensangrentadas, atormentado por haber permitido que me fuera solo ese día.

Fue entonces cuando, sin saber cómo, yo me revelé. En cada trozo de cristal quebrado, en cada esquirla y medialuna proyecté mi cara. Mi padre miró hacía abajo y a su alrededor, recorriendo la habitación con la mirada. Desorbitado.

—Aquí estoy. —le dije, y él pareció escucharme.

Solo fue un momento y desaparecí. Él guardo silencio un momento y luego se echó a reír, un aullido que le brotó de las entrañas. Una risa tan fuerte y profunda que yo también me desternillé en mi cielo.

—Está bien. Estará bien. Sabe que estoy aquí, mi papá sabe que estoy con él. —le dije a Visenya.

Todavía estoy con él.

No estaba perdido o helado o ido, estaba vivo.

Estaba vivo en mi mundo perfecto.

...

Fue esa noche cuando Joffrey dijo que lo visité y besé su rostro.

''Creo que nos oyé.'' le había dicho mi hermanito a papá.

Mi padre cubrió a Joffrey con las sábanas y recordó las veces que yo me había caído de la alta cama de columnas a la alfombra sin despertarme. Sentado en la butaca verde de su estudio, leyendo un libro, le sobresaltaba el ruido de mi cuerpo al aterrizar. Se levantaba y recorría la corta distancia hasta mi cuarto. Le gustaba verme tan profundamente dormido, ajeno a las pesadillas o incluso al duro suelo de manera. En aquellos momentos juraba que sus hijos serían reyes o gobernantes o artistas o médicos o fotógrafos de la naturaleza, lo que soñaran ser.

A partir de ahora encontraría a Susie dentro de su hijo menor. Daría ese
amor a los vivos. Se lo repitió a sí mismo, habló en voz alta dentro de su cabeza, pero mi presencia parecía tirar de él, arrastrarlo hacia atrás, atrás, atrás. Miró fijamente al niño que tenía en los brazos. « ¿Quién eres? —se sorprendió preguntándose—. ¿De dónde has salido?»

Observé a mi hermano y a mi padre. La verdad era muy distinta de lo que nos enseñaban en el colegio. La verdad era que la línea divisoria entre los vivos y los muertos podía ser, por lo visto, turbia y borrosa.

Desde mi cielo - Lucerys VelaryonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora