Capítulo 9

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El hermoso bosque en el que Visenya y yo solíamos pasear estaba demacrado. Los árboles, marchitos y desolados, se erguían bajo un cielo sombrío. Ya no quedaban las hojas de otoño que cambiaban de color si lo deseaba lo suficientemente; la glorieta, que antes era un refugio para mí, había sido tragada por la tierra apenas unos minutos atrás.

Miré a Visenya en busca de alguna respuesta, pero sabía que ella no podía darmela. Entonces, pensé sobre todo lo que había pasado: cómo mi familia había sido destruida por mi muerte y, aunque lo anhelara con todas mis fuerzas, nunca podría regresar a su lado. Me lo había dicho Visenya, lo habían repetido los demás niños del lugar, y también me lo había susurrado yo mismo en un intento por aceptar la realidad de lo que había pasado.

El asesinato cambió todo. Cuando estaba vivo nunca odié a nadie—ni siquiera a Aemond—, pero ahora odio es todo lo que tengo.

—Quiero que muera. Lo quiero muerto y frío. Que en sus venas no haya sangre —volteé a ver a mi hermanita detrás de mí—. Mirame, mira lo que me hizo. ¿Qué soy ahora? ¿El niño muerto? ¿El niño fantasma? ¿El niño pérdido? ¡No soy nada! —Visenya se acercó a mí, estirando su mano en un intentó por llegar a mi rostro y poder limpiar mis lágrimas —. Fuí estúpido. Fuí tan estúpido.

—No le perteneces. Puedes librarte de él, pero no así.

—¿Tú qué sabes? No sabes nada. Ese hombre tomó mi vida.

—Ya verás, Luke. Al final, entenderás. Todos mueren, yo lo hice.

...

Todo ocurrió allí. Mi curiosidad jugó en mi contra y me llevó hasta ese lugar.

El árbol grande y seco todavía cubría la caravana.

Debía entrar. Debía enfrentar la realidad para superarla, para aceptarla.

Cuando cierro la puerta, me concentro con terror en la escena frente a mí. Aemond está sobre mí, con el ojo chorreando sangre sobre su rostro y sobre mi cuerpo. Yo forcejeaba con todas mis fuerzas, gritaba hasta sentir que mi garganta se desgarraba. Pero nada funcionó. Nadie me escuchó, ni él se detuvo.

Me oí llorar, suplicar, gritar y gemir de dolor. Aemond usó mi cuerpo por horas, hasta que se cansó. Me tomó, con una mano, del cuello y con la otra de la cabeza, y comenzó a golpearme contra el suelo. Así continuó, hasta que dejé de mover mis piernas.

Yo  —no mi cuerpo inerte sobre el suelo—, grité como nunca antes. No dejé de clamar: "¡Basta! ¡Déjame! ¡Por favor!", como si Aemond pudiera escucharme. Y, si acaso lo hiciera, solo disfrutaría de mi sufrimiento, tal como lo hizo aquel día.

Sin poder soportarlo más, salí corriendo. Pero al hacerlo, ya no estaba en el trigal cerca de mi escuela; parecía un vasto campo. A lo lejos vi una carretera, iluminada por los pocos autos que pasaban. También había una cabaña, y con eso supe todo. Instantáneamente giré para mirar el lago a unos metros de distancia y caminé hacia él lentamente.

Cuando estuve frente a él, un baúl de madera emergió a la superficie. Sabía lo que era; por supuesto que lo sabía. Sin embargo, no tuve tiempo ni de replantearme el impulso de abrir el baúl y observar mi cuerpo. ¿Me vería tan mal? En ese momento, el agua se tiñó de un rojo intenso y una multitud monstruosa de gusanos comenzó a llenar el lago.

Desesperado, corrí hacia la carretera. Ya nada material en este mundo podría dañarme. Podía tocar las cosas, pero ellas no podían tocarme a mí. A pesar de ello, la angustia me llevó a intentar huir de los autos que se acercaban. No lo logré. Me quedé en medio de la carretera hasta que una luz resplandeciente me cegó por completo.
...

Cuando logré aclarar mi visión, ya no estaba en la carretera, sino en un parque que sentía haber visitado alguna vez. Lo recorrí tratando de recordar, y a unas pocas pisadas de distancia, vi a un señor que vendía globos—entre ellos esos de arañas que sabía que solo mi tía Helaena compraría—y allí estaban ellos: ella y mi hermano Jacaerys, ambos sonriendo y luciendo enamorados.

Visenya me había contado que Jacaerys llevaba varias semanas—por no decir meses—en casa del abuelo Viserys, pegado a Helaena como un chicle, y viceversa. Me contó que había oído a Alicent hablar sobre el color que debían tener los vestidos de las damas de honor, aunque Helaena no tenía muchas amigas y Jacaerys ni siquiera había ingresado a la universidad.

Su hermana era una chismosa de primera.

Me acerqué a ellos, especialmente a mi tía. Ella me había sentido el día que la choqué mientras huía de Aemond. Sabía que ella podría ayudarme.

—Helaena —la llamé, y ella giró hacia mí. Me había escuchado. Me acerqué a su oído y le susurré—: Fue Aemond. —noté cómo su cuerpo se tensó, pero sonrió dulcemente.

—Entiendo —respondió, devolviéndome la sonrisa tras su afirmación.

—¿Qué dijiste? —preguntó Jacaerys. Cuánto lo extrañaba.

—Fue Aemond. Luke me lo dijo.

...

No olviden dejar su estrellita.

Desde mi cielo - Lucerys VelaryonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora