Séptimo Azora: Ach Chóara (4)

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Tuve miedo de vosotros y me escapé. Mi Señor me ha regalado juicio y ha hecho de mí uno de los enviados.

¿Es ésta una gracia que me echas en cara, tú que has esclavizado a los Hijos de Israel?» 

Faraón dijo: «Y ¿qué es 'el Señor del universo'?»

Dijo: «Es el Señor de los cielos, de la tierra y de lo que entre ellos está. Si estuvierais convencidos...»

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El falso aspecto juvenil de la Darvish, de piel lisa y tatuada, cabello celeste ralo, no engañó ni a Abdullah ni a Al-Farabi. Los espíritus negros que la ovacionaban entre sollozos con el apodo de "Nadira" hizo que ambos confirieran conjeturas en su mente sobre quién podría ser esta mujer enmascarada en ropones celestes.

Abdullah y Al-Farabi intercambiaron miradas. La Darvish bajó la mirada y sollozo con aún más pesar.

—Ah, ustedes, ratiños y ávaros —dijo, ladeando la cabeza—, no se contentaron con dominar nuestras tierras y nuestra gente. Por la fuerza... nos convirtieron. Y por la misma fuerza... nosotros nos rebelamos contra ustedes. Dicense ser traedores de una religión de paz... Pero... ¿Qué clase de gente devota una religión que aniquila... y extingue... otras religiones? Bajo el refrán de que... su Dios es el "Único Dios".

Abdullah miró de reojo a Al-Farabi para ver qué tipo de reacción daría. Escuchar de los labios de una Darvish un sacrilegio del estilo conllevaría sin duda a hervir la sangre. Pensó que se toparía con una mueca de rabia en él, o siquiera una de disgusto. Pero no. En cambio, vio en el rostro de Al-Farabi un pesar que ocultó bien bajo su mascara y su turbante.

—¿Qué más pretenden hacer... con esta Darvish? —masculló ella— ¿Qué más abusos... pretenden hacer... a la última de su especie?

Se convergió otro silencio en la estancia que perduró por varios segundos. Al-Farabi se acercó dos pasos hacia la Darvish sin piernas.

—Puede que en apariencia luzcamos intimidantes —dijo—, pero nosotros no hemos venido con tales intenciones.

—De tu boca sale la misma bilis de mentiras que los emisarios de Al-Farabi que prometieron parlamentar con nuestra reina —refutó la Darvish—, y terminaron... emboscándola.

Aquel día era la primera vez en mucho tiempo que Al-Farabi se sentía ultrajado, y no tenía motivos para ponerse a la defensiva. Incluso si él no tuvo nada que ver, hacía parte de la misma organización que extinguió por completo el reino de Shahigan, a su gente y a su religión. La culpabilidad lo corría por dentro, y Abdullah lo podía ver y sentir en su rostro enmascarado.

—Adelante —masculló la Darvish, agitando un debilucho brazo—, terminen a lo que vinieron. Esta Darvish ya no es más de utilidad para ustedes. Ni para divertimento...

—¿Por qué eres tú la única sobreviviente?

La pregunta de Abdullah voló como una saeta, impidiendo a Al-Farabi replicar con una respuesta imprudente. La Darvish alzó por primera vez la cabeza, y dedicó una mirada fruncida al anciano hechicero. Se lo quedó viendo fijamente, y Abdullah no desistió en su mirada escudriñadora.

Las Sombras de ArabiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora