JongIn
Como era de esperar, la boda del príncipe Hanse y Sabrina fue un despropósito. La mitad de las carreteras de la ciudad estaban cortadas, los helicópteros sobrevolaban por todas partes para captar imágenes aéreas del desfile, y miles de personas se agolpaban en las calles, ansiosas por ver el cuento de hadas hacerse realidad. Llegaron periodistas de todo el mundo para cubrir sin descanso cada detalle, desde la longitud de la cola del vestido de novia de Sabrina hasta la lista de invitados, repleta de estrellas. Solo permitieron entrar en la ceremonia real a los reporteros del periódico de Eldorra y a los de la emisora nacional, que habían recibido derechos exclusivos de cobertura, pero eso no impidió que los demás se pelearan por la mejor posición a las puertas de la iglesia.
KyungSoo se pasó el día haciendo lo que hicieran las damas de honor. Mientras se preparaban en la suite nupcial, yo vigilaba en el vestíbulo con el guardaespaldas de Sabrina, Joseph, que también era un externo estadounidense, ya que Hanse había renunciado a su derecho a tener Guardia Real al abdicar.
Mientras Joseph divagaba sobre las hazañas de su anterior cliente (algo poco profesional, pero yo no era su jefe), yo controlaba los alrededores. En un día como ese había muchas cosas que podían salir mal.
Por suerte, todo parecía tranquilo, y después de un rato se abrió la puerta y Sabrina salió, radiante, con un elegante vestido blanco y un velo. Las damas de honor salieron detrás, con KyungSoo en la retaguardia.
Llevaba un traje verde pálido, mismo color que el vestido de las damas de honor, pero brillaba como nadie más podía hacerlo. Detuve la mirada en la sombra de su escote y en la forma en que el traje se le ceñía a las caderas antes de volver a su rostro, y me quedé sin aliento.
No podía creer que fuera real.
KyungSoo me dedicó una sonrisa tímida al pasar, y recorrió con la mirada mi traje y mi corbata.
—Qué elegante, señor Kim —murmuró.
—Tú también. —Me puse detrás de él y bajé la voz hasta que apenas se oyó—. Me muero por arrancarte ese traje más tarde, príncipe.
No respondió, pero vi lo suficiente de su perfil como para detectar un rubor en sus mejillas.
Sonreí, pero el buen humor no me duró mucho, porque en cuanto entramos en el salón de bodas, la primera persona a la que vi fue al puto Steffan Holstein sentado en uno de los bancos delanteros. Con los zapatos brillantes, el pelo repeinado y los ojos clavados en KyungSoo.
Estaba convencido de que se estaba follando a la mujer con la que le vimos en el hotel, pero si no dejaba de mirar a KyungSoo de esa manera, le iba a arrancar la lengua y ahogarle con ella.
Me obligué a concentrarme en la ceremonia y no en los pensamientos violentos que merodeaban por mi cabeza. En las instrucciones de Elin no ponía nada, pero supuse que asesinar a un invitado de alto rango en mitad de una boda real estaría mal visto.
KyungSoo ocupó su sitio en el altar mientras yo me quedaba en las sombras laterales, contemplándolo. Se colocó a un lado frente a mí, y mientras Hanse y Sabrina pronunciaban sus votos, me hizo un gesto y me dedicó otra de sus pequeñas sonrisas, una tan sutil que habría sido imperceptible de no haber estado atento a cada una de sus microexpresiones.
Relajé los hombros y esbocé mi propia sonrisa fantasma.
Un momento solo para nosotros, robado delante de las narices de cientos de personas en la iglesia más grande de Athenberg.
Al terminar la ceremonia, todos se dirigieron al salón de baile del palacio para la primera recepción. La segunda recepción, más íntima, tuvo lugar en Tolose, la nueva residencia de Hanse y Sabrina, situada tan solo a diez minutos a pie del palacio. Solamente estaban invitados doscientos amigos y parientes cercanos de la familia, y no se permitió la entrada a la prensa.
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