CAPÍTULO 20

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JUANJO – DIA 58

Los días pasaban, y la dinámica entre Martin y yo se mantenía en ese delicado equilibrio entre lo público y lo privado. Durante el día, en medio de la rutina del campamento, intercambiábamos miradas y sonrisas cargadas de significados ocultos. A veces, cuando nadie miraba, nos sacábamos la lengua en un gesto juguetón, sabiendo que ese pequeño acto era nuestro código secreto para expresar el deseo que nos quemaba por dentro.

Cada noche, cuando el campamento se sumía en el silencio, encontrábamos la manera de vernos a solas. Nos colábamos en la cabaña del otro. Sin poder apagar las ganas que teníamos de estar juntos sin importar las noches que lleváramos haciéndolo.

Cada beso, cada caricia, se sentían como una liberación después de un día entero de contención. Nos abrazábamos con fuerza, como si el miedo a ser descubiertos desapareciera en esos momentos de intimidad. Martin tenía una forma de mirarme, una mezcla de ternura y pasión que me hacía sentir completamente vivo y deseado. Cuando estábamos juntos, el mundo exterior dejaba de importar. La presión de las normas sociales y el miedo a las consecuencias se desvanecían.

Sabía que lo que estábamos haciendo era arriesgado, pero no podía evitar pensar que valía la pena. Cada momento con él era un regalo, y no quería perderlo.

A veces hablábamos en susurros, compartiendo nuestros miedos y sueños. Yo le aseguré que encontraríamos la manera de estar juntos, aunque fuera complicado. En esos momentos, la conexión entre nosotros se sentía más fuerte que nunca.

Los días continuaban pasando, y aunque sabíamos que nuestro tiempo en la isla era limitado, tratábamos de no pensar en el final. Nos centramos en disfrutar de cada instante, de cada mirada furtiva y cada sonrisa cómplice. Cada noche, cuando nos encontrábamos a solas, era una reafirmación de lo que sentíamos, una promesa de que, pase lo que pase, lucharíamos por estar juntos.

En el fondo, ambos sabíamos que enfrentaríamos desafíos cuando llegara el momento de despedirnos de la isla. Pero por ahora, decidimos vivir el presente, aferrándonos a la felicidad que habíamos encontrado en esos días y noches compartidos. Y mientras tanto, seguiríamos sacándonos la lengua y sonriendo, encontrando en esos gestos pequeños una manera de mantener lo que fuera que estuviera pasando entre nosotros, incluso en medio de la incertidumbre.

A lo largo de mi estancia en el campamento, había descubierto que, además de la relación que compartía con Martin, lo que realmente me llenaba de alegría era el tiempo que pasaba con los niños, en especial con Ruslana. Era una niña llena de imaginación y entusiasmo, y cada momento que compartía con ella se convertía en algo especial. Si además podía disfrutar de esos momentos con Martin, el tiempo se volvía mágico.

Esa tarde, en uno de los talleres dedicados a la sostenibilidad y el reciclaje, los niños debían construir casas para pájaros a partir de materiales reciclados. La idea era genial, y los niños estaban entusiasmados con la actividad. Sin embargo, como ya había pasado el día en que pintamos los carteles yo me había dado cuenta de que las manualidades no eran precisamente lo mío, decidí pedir ayuda a Martin, quien tenía una habilidad innata para el diseño y la construcción.

Mientras los niños se afanaban en recortar y pegar trozos de cartón y botellas, Martin, Ruslana y yo nos colocamos en una mesa apartada, rodeados de papeles, pegamento y demás materiales reciclados. Ruslana estaba especialmente emocionada. Martin se hizo cargo de las partes más complicadas de la construcción, mientras yo trataba de seguir sus indicaciones, aunque no podía evitar reírme de mis propios torpes intentos.

Cada vez que nuestros dedos se rozaban al alcanzar el mismo trozo de material o cuando nuestras miradas se encontraban al coordinar una pieza, sentía una corriente de complicidad y calidez entre Martin y yo. No había necesidad de palabras; nuestros gestos y sonrisas hablaban por sí mismos.

¿Me vas a esperar?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora