Desove

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—¡¿Acaso quieres envenenarme?! ¡Esta maldita sopa es una mierda!

Todas las cabezas se volvieron hacia la mesa donde un tipo, con la cara roja y la voz estridente, le gritaba a la mesera que se disculpaba sin parar, con los ojos llenos de pánico y las manos temblando. Algunos comensales miraban con incomodidad, otros con curiosidad morbosa, mientras el ambiente se volvía más y más pesado.

Izuku miraba la escena desde unos cuantos metros, sintiéndose impotente. Su jefe ya le había advertido que dejara de meterse en problemas y se limitara a servir las mesas, todo por un incidente la semana pasada, cuando se enfrentó a un grupo de Betas que intentaron tocarle el trasero como si fuera lo más normal del mundo.

En ese lugar, los clientes se comportaban como si fueran reyes y el personal simples peones. Era lo normal. Estaban en una de las zonas más exclusivas de Tokio, donde la élite pensaba que tenían derecho a todo, y esperaban ser atendidos sin un murmullo de objeción. A veces, parecían olvidar que las personas que les servían tenían sus propias vidas, preocupaciones y sentimientos.

El tipo se levantó de golpe, con la cara desencajada y el plato en la mano, como si fuera a usarlo para algo mucho peor que comer. La mesera lo miraba, paralizada, con los ojos muy abiertos y temblando. Izuku sintió su corazón a mil por hora, el sonido de los latidos retumbando en sus oídos. Ya no podía soportarlo. Sabía que necesitaba ese trabajo, que otro despido sería un desastre, pero ver a la mesera tan indefensa... No podía quedarse quieto. Tragó fuerte mientras sentía cómo una ola de determinación se apoderaba de él. No iba a dejar que ese tipo hiciera lo que quería.

—¡Oiga!— gritó Izuku, avanzando hacia la mesa antes de que el hombre pudiera actuar, su voz rompiendo el silencio tenso que se había apoderado del restaurante. Todos los ojos se posaron en él, algunos sorprendidos, otros incrédulos, pero Izuku no tenía tiempo para pensar en las consecuencias. Tenía que detenerlo, costara lo que costara.

***

El sol ya comenzaba a teñir el cielo de tonos anaranjados cuando Izuku llegó pedaleando lentamente, deteniendo su vieja bicicleta al pie del edificio de apartamentos donde vivía. El chirrido de los frenos resonó, casi tan cansado como él después de un día tan horrible.

—¡Maldición!— gruñó, frustrado, dándole un golpe al manubrio torcido con la cabeza, como si eso fuera a cambiar algo. Todo se había ido al carajo.

No importó cuánto suplicó, su jefe lo despidió sin ninguna piedad. Y lo peor fue que, cuando le pidió apoyo a la chica que había defendido, ella solo dijo que nunca le había pedido que se metiera, acabando con cualquier esperanza que tenía. Izuku se sentía completamente perdido; con todos los gastos del tratamiento de su madre, apenas tenía ahorros para llegar a fin de mes. Solo esperaba que la visita al médico esa mañana no hubiera traído más malas noticias.

Las lágrimas de impotencia empezaron a acumularse en sus ojos. Ya estaba harto de todo. En los últimos años, había saltado de trabajo en trabajo, cada uno peor que el anterior, siempre con la misma paga miserable que no alcanzaba para nada más que las facturas médicas de su madre. Y cada vez que creía que podía salir adelante, su maldito ciclo de celo lo golpeaba, haciéndolo desaparecer por días y llevándolo a perder otro empleo. No importaba cuántos inhibidores baratos tomara o cuántos parches se pusiera, hasta irritarse la piel; nadie quería a un Omega hormonal que "provocara" a los demás. Siempre era lo mismo. 

Por eso, ese trabajo había sido una especie de bendición, al menos al principio. Los Alfas y Betas poderosos y adinerados querían sentirse superiores, y nada les gustaba más que ser atendidos por quienes consideraban el 'eslabón más bajo': lindas mujeres Betas y Omegas. Cuando vieron que Izuku era uno de los pocos Omegas masculinos, pensaron que eso atraería más clientes, que lo verían como algo 'exótico' y diferente. Lo contrataron de inmediato, convencidos de que sería un gran atractivo, pero las cosas no salieron como esperaban.

Izuku tenía un gran sentido de la dignidad. Toda su vida había soportado humillaciones por ser Omega, y ya estaba cansado de que lo trataran como un simple objeto. Eso le había costado varias llamadas de atención por ser tan cortante con los clientes que intentaban pasarse de la raya. Quizá sus compañeras aceptaran esos tratos a cambio de una buena propina, pero él no iba a hacerlo. No podía rebajarse así.

Respiró hondo, tratando de calmarse, y se secó las lágrimas que se habían escapado. No podía subir así, su madre se daría cuenta de inmediato de que algo iba mal, y no quería preocuparla. De alguna manera, encontraría una solución.

—¡Ya llegué!— exclamó al cerrar la puerta, tratando de acomodar su bicicleta para que no se cayera al suelo en la entrada. Escuchó el sonido del bastón de su madre y sus pasos lentos acercándose.

—¿Izuku?— dijo su madre, con voz cansada, mirando el reloj de pared y luego a su hijo, que colgaba la chaqueta en el perchero—. Pensé que hoy llegarías más tarde.

Izuku se acercó con una sonrisa suave y besó la frente de su madre.

—Cambié mi turno con una compañera —mintió—. Quise venir antes para saber cómo te fue con el médico —añadió, mientras guiaba a su madre al viejo sofá de la sala. Al verla tan agobiada, frunció el ceño, preocupado—. ¿Mamá?

—Oh, Izuku —dijo, con lágrimas acumulándose en sus ojos—. El médico dijo que mis huesos se están debilitando. Necesito un tratamiento para evitar que se fracturen.

—¿Pudiste comprar el tratamiento? —preguntó Izuku, esperando una respuesta positiva. Pero su madre negó con la cabeza—. Está bien, voy a la farmacia ahora mismo y...

Izuku apenas había empezado a levantarse del sofá cuando el llanto desconsolado de su madre lo detuvo en seco.

—¡Mamá, qué pasa! —preguntó alarmado, arrodillándose a su lado—. ¿Te duele algo? ¿Necesitas que haga algo por ti?

—Lo siento, Izuku, lo siento tanto— dijo ella entre sollozos.

—¿Es por el dinero? —preguntó Izuku mientras la abrazaba con suavidad—. Ya te dije que no tienes que preocuparte ni sentirte culpable, mamá. Te amo, y haría cualquier cosa por ti. Dime el nombre del medicamento, yo me encargaré de conseguirlo.

—No, hijo —murmuró con la voz quebrada—. El tratamiento cuesta más de 150 mil yenes... Es demasiado, no sé cómo podremos pagarlo.

Izuku la abrazó más fuerte, como si con ese gesto pudiera protegerla de todo el dolor y las preocupaciones que la agobiaban. Sentía sus propias lágrimas al borde de desbordarse, pero no podía permitirse mostrarlas; su madre ya tenía suficiente encima, no quería añadirle más peso. Así que se quedó con la cabeza apoyada en su hombro, tragándose el llanto y acariciándole el cabello con suavidad.

 —Todo va a estar bien, mamá. Te lo prometo —susurró, con la voz quebrada, deseando poder creer en sus propias palabras.

Izuku sabía que no podía seguir esperando. Tenía que encontrar un trabajo ya, algo que le ayudara a cubrir los gastos médicos de su madre. No importaba cuánto tuviera que esforzarse, no podía darse por vencido ahora.

Si el amor es para idiotas, yo soy el más grande del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora